El bosque de las Ánimas

Troncos oscuros y hojarasca en un bosque tenebroso.
Foto por Gorchakov Artem

Ni siquiera las bajas temperaturas de aquella mañana conseguían contrarrestar su somnolencia. Pese a las repetidas cabezadas, aquel hombre de mediana edad se obstinaba en permanecer de brazos cruzados y de pie entre el boscaje, plantado allí como cualquier otro de los pinos que le rodeaban. O más bien, como un enano de jardín abandonado a su suerte entre la espesura. No era su alma tan de hormigón como la de esos enanos, pero pétrea era su voluntad para no dejarse seducir por una buena dormidita sobre el colchón de hojarasca, ni para someterse por completo al taladro adormecedor del picapinos que andaba horadando uno de los árboles cercanos. De momento, aquel pájaro era su única compañía. O tal vez no...

—¡Shii, shii!

Abrió el hombre los ojos y exploró enfurruñado el territorio que tenía delante, para ver si daba con quien le andaba chistando. Pero no encontró a nadie.

—¡Eh, estoy aquí!

Desde detrás de unos arbustos, vio una manopla que le saludaba, y el rostro sonriente de una mujer con un chullo que le tapaba las orejas. Aunque el hombre la miró con cara de disgusto, la mujer acudió hacia él con la emoción alegre del buscador de setas que acaba de encontrar su primer níscalo de la temporada.

—¡Hola! ¿Qué, se está bien esta mañana, eh?

Hacían cinco grados bajo cero. El hombre frunció el entrecejo aún más si cabe, y, sin desprenderse de la nada amigable pose de brazos cruzados, giró sobre sí mismo para esquivar la mirada feliz de la mujer. Pero la mujer del gorro andino no desistió de su intento de entablar conversación, y rodeó al hombre en busca de su cara.

—¡Hola, estoy aquí! ¿Cómo te llamas?

Dudó un instante el hombre, antes de responder malhumorado:

—¿Qué importancia tiene eso? ¿Acaso los árboles tienen un nombre?

Fascinada como si nunca hubiera contemplando un árbol, la mujer alzó la cabeza hacia la copa del que tenía encima.

—¡Vaya, nunca había pensado en eso! ¿Oye, qué haces aquí solo? ¿No te aburres?

Otro pequeño silencio guardó el hombre antes de hablar:

—¡A usted qué le importa! —respondió al fin. Aunque enseguida dudó de su propia hostilidad—. Quiero decir, que me gusta estar solo.

—¡Qué curioso! Yo, sin embargo, no soporto la soledad.

El hombre no dijo nada; simplemente miró para otro lado.

—Oye, ¿qué te parece si damos un paseo juntos? Igual nos caemos bien y acabamos siendo amigos, ja, ja, ja.

Le irritó al hombre sobremanera la risilla pueril de aquella mujer. La miró de nuevo en silencio, muy fijamente, antes de responder:

—¿Qué parte no ha entendido usted de lo de que me gusta estar solo?

—¡Ay, perdona si te he molestado, pero es que en cuanto te vi, pensé que te estabas aburriendo tanto!... Si hasta te estabas quedando dormido...

El hombre suspiró contrariado. Cayó la mujer en la posibilidad de que aquel suspiro fuera por amor.

—¿O es que estás esperando a alguien? —preguntó.

El hombre volvió a mirarla con cara de hastío.

—¡No estoy esperando a nadie, que yo sepa! ¡Y ahora, déjeme en paz!

Una sonrisa pícara se dibujó en la cara de la mujer.

—¿Oye, no será que has quedado en este rinconcito apartado para darte el lote con tu novia?

—¡No diga tonterías! ¡No he quedado con ninguna novia! 

—A mí no me engañas... ¡Sí, sí, estás esperando a tu novia! ¿Quizás a algún amigo?

—¡Mire, que le quede bien claro!: ¡ni tengo amigos, ni me interesa tenerlos! ¡Ahora, por favor, déjeme solo de una vez!

La mujer era incapaz de concebir que aquel hombre díscolo estuviera allí por el mero hecho de estar sin hacer nada.

—¿Oye, no serás uno de esos pervertidos solitarios que se esconden entre los arbustos para acosar a las muchachitas?

—¿Pero por quién me ha tomado usted? Simplemente, me apetece estar solo. ¿Cómo quiere que se lo explique, en chino mandarín?

Miró boquiabierta la mujer al hombre, resistiéndose a creer en sus palabras.

—Pues ni entiendo el chino mandarín, ni te entiendo a ti.

La mujer se enfrascó entonces en una disquisición con ella misma:

—No me cabe en la cabeza... Solo, aquí de pie, sin hacer nada... Es absurdo, extraño, no sé, raro... Ridículo no, eso no...

Parecía el hombre un profesor de secundaria a punto de estallar ante la insolencia de uno de sus alumnos, mientras la mujer pronunciaba su soliloquio.

—Un anómalo comportamiento que algo oculta, desde luego, algo sospechoso... ¿Oye, no serás uno de esos camellos que venden droga?

—¡Por Dios!, ¿quiere parar ya de decir sandeces? ¡Soy un guardabosques, eso es lo que soy! Así que ahora que ya lo sabe, prosiga con su camino y déjeme tranquilo.

—¡Oh, eres un guardabosques!... ¡Lo sabía, a mí nadie me engaña! ¡No podía ser que estuvieras aquí plantado, así porque sí!

El gesto serio y amenazante del hombre, se tornó en otro de pesadumbre.

—¿Pero cómo vas a ser un guardabosques, si no llevas uniforme? —recapacitó con desconfianza la mujer.

—¿Y qué? ¿Acaso el hábito hace al monje?

—¡Ey, a mí no me vas a conseguir liar con uno de esos típicos refranes! Todo el mundo sabe que los guardabosques llevan uniforme.

Por un momento, la férrea seguridad del hombre pareció desmoronarse como una montaña de chatarra.

—No llevo uniforme porque... ¡Porque soy un guardabosques de incógnito, eso es!

La respuesta del hombre cogió a la mujer desprevenida. Tan de sorpresa, que aproximó sus narices a él como un perro sabueso que anduviera olisqueando un rastro de verdad.

—¿Eres de la secreta?

—Afirmativo. Un guardabosque secreto, eso soy. Del grupo especial de guardabosques secretos, para ser exactos.

—¡Oh, vaya!...

La cara de asombro de la mujer parecía la de una niña pobre recibiendo el único regalo que tendrá en Navidad.

—Y ahora, señora, hágame el favor de circular en silencio—dijo el hombre indicándole, con la mano abierta, una senda imaginaria a la mujer—. Está perturbando la quietud de este bosque.

—¡Oye, guardabosques! ¡No te pases de listo! ¡Sabes bien que esto no es ningún bosque! ¡Que si tú quieres creer que este parque, de esta maldita ciudad, es un bosque, por mí ok! ¡Pero no se te ocurra volver a darme órdenes! ¿Entendido? ¡Yo hago lo que me da la gana, cuando me da la gana!

Se sintió el trote arrastrado de un corredor que perseguía su voluminosa barriga por un camino próximo. El guardabosque volvió a cruzarse de brazos, en una pose altiva y solemne.

—Señora, con su actitud, me es imposible escuchar el trino de los pajaritos.

—¡Pues escucha mi trino, tío! ¡Y deja ya de una vez de llamarme señora! ¡No soy ninguna señora!, ¿entiendes?

—¡Ah no! ¿Entonces, qué término prefiere, la señora, que utilice para referirme a la señora?

—¡Que no me digas señora, joder! Yo soy... Yo soy un elfo. No sabía si decírtelo, pero ya lo sabes. Soy un elfo, un elfo del bosque.

—¡Vamos, por favor! ¡Un elfo del bosque, dice!...

—Bueno, en realidad una elfa. 

Estiró el pescuezo el guardabosques y miró desafiante a la presunta elfa.

—¡Los elfos no existen, chata!

—¿Que no? Compruébalo tú mismo. Mira mis orejas, si quieres.

El guardabosques midió las palabras de la mujer, no fuera a ser que estuviera tramando alguna treta para comprometerle. Pero cuando menos se lo esperaba, se abalanzó a escudriñar sus orejas.

—¿Pero qué haces, bruto, no me tires de las orejas?

—¡Cálmese, señora, es sólo una mera comprobación rutinaria! —dijo el guardabosques, hurgando bajo las orejeras del gorro andino. 

—¡Que no me llames señora!

Tras palpar desmedidamente las orejas de la mujer elfa, el hombre se quedó pasmado.

—¿Qué, vaya sorpresa te has llevado, eh, tronco? Sin uniforme, tú no puedes asegurar que seas un guardabosques. Sin embargo, yo, ya lo ves: mis orejas puntiagudas son la prueba irrefutable de que soy una elfa auténtica.

Tratando de rehacerse de su pequeña derrota, el guardabosques buscó algún resquicio de debilidad en el argumento de aquella elfa impertinente.

—¿Y qué hace usted en este parque, si es, como dice, una elfa? ¿No debería estar merodeando por algún bosquecillo, como se supone que hacen todos los de su supuesta especie?

La mujer elfo se quedó paralizada. De repente, su mirada zozobró en un mar turbulento e interior de melancolía.

—Sí, ahí debería estar yo, en mi bosque... Gastando bromas a los domingueros, por ejemplo. Pero ni hoy es domingo, ni yo... ¿Oye, seguro que no tienes una novia o alguna amante? ¿O por lo menos una madre que te espere en casa cada día?

—¿A cuento de qué viene ahora esa pregunta? Ya le he dicho antes que no tengo novia. Como veo que tanto le interesan mis circunstancias personales, le informo que soy soltero por convicción, y huérfano de madre.

—Bueno, pero al menos tienes un padre, algo es...

—Puede ser, que tenga un padre, pero no lo conozco. Sólo sé que huyó de casa en cuanto supo que había dejado embarazada a mi madre. Según me reprochaba mi madre a todas horas, heredé su afición a la soledad. Por lo visto, mi padre se metió a farero.

—¡Oh, un padre ausente!... —exclamó la mujer elfo, como si se compadeciera del guardabosques. Pero en realidad se compadecía más de sí misma —. Igual de huérfana me he quedado yo sin mi bosque: ya no tengo un hogar verdadero al que poder ir...

La elfa bajó la cabeza con ganas de llorar. Entonces el guardabosques sintió una gran lástima, y se vio empujado a consolarla. Pero, dada su escasa experiencia en la materia, fracasó en el intento, y apenas logró aproximarse y darle un amago de abrazo. Se sintió tan tenso por la situación de desamparo de la mujer, que no le cupo más remedio que romper el silencio con unas cuantas palabras de más.

—¡Vaya, lo siento! ¿Y qué le pasó a su bosque, si se puede saber? ¿Tal vez se quemó?

La mujer elfo levantó lentamente la cabeza, mientras su mirada llorosa se volvía vengativa y cruenta.

—¡Ojalá hubiera ardido, sí! —dijo la mujer, con una voz gutural que parecía salir de la gruta más recóndita de sus infiernos.

Al guardabosques le cogió por sorpresa aquella declaración de intenciones.

—¿Ardido? ¡Oh, no, por Dios! ¡Ya hay demasiados incendios forestales todos los años!

—¡Sí, ardido en llamas, hasta la más escondida de sus cárcavas! ¡Igual a como ardió la Roma que mandó prender el tal Nerón! —clamó la mujer, desgañitándose la voz.

El guardabosques recuperó su compostura marcial de brazos cruzados y carraspeó antes de hablar.

—Le recuerdo que soy un guardabosques y que, por ende, mi misión consiste en proteger los bosques.

La mujer se le quedó mirando.

—Sólo era una manera de hablar, amigo...

—Yo no tengo amigos, señora elfo.

—¡Ya, ya lo sé, pesado!... Y es una pena, que no te interese tener amigos. Porque en el fondo, no me caes del todo mal, guardabosques, no sé por qué. Oye, perdona que insista en mi curiosidad: ¿y qué haces tú también, aquí, es este parque? ¿No deberías estar vigilando algún monte, o un bosque, lejos de la ciudad?

El guardabosques se descruzó de brazos e, igual que un trompo inseguro e inquieto, buscó su eje de equilibrio. De tal modo se descompuso, que su angustia no pasó desapercibida para la mujer elfo. Preocupada, se acercó al hombre para tratar de atenderlo.

—¡Ey!, ¿te pasa algo? ¿Te ha molestado mi pregunta?

—¡Tranquila, no me pasa nada! ¡Déjeme solo, estoy bien!

Retrocedió la mujer elfo para concederle al guardabosques todo su espacio, pues se dio cuenta de que lo estaba agobiando más que nada. Tardó el hombre once segundos con veinte centésimas en rehacerse, más una milésima más hasta que trató de disimular su turbamiento.

—¿Y cómo dijo usted que se llamaba ese bosque que le gustaría quemar, presuntamente de manera figurada? —preguntó el hombre, sacando un bloc de notas y un bolígrafo de uno de los bolsillos de su chaquetón.

 —No te lo he dicho. Apunta, apunta: el bosque de las Ánimas.

—¡El bosque de las Ánimas! —exclamó absorto el guardabosques, dejando a un lado el amago de escribir en el bloc.

—¿Lo conoces?

—¡Vaya si lo conozco, sí!... Tan bien, como la palma de mi mano...

Se quedó embobado el guardabosques mirando su mano abierta.

—¿Como la palma de tu mano?

—Ya lo creo... —salió de su arrobamiento el hombre—. Pero ésa es una larga historia, y ahora no tengo tiempo para contársela.

El guardabosques volvió a dejar el bolígrafo y el bloc de notas en el bolsillo.

—¿Que no tienes tiempo? ¿Pero si estás aquí sin hacer nada? Anda, cuéntame de qué conoces ese bosque.

—Le he dicho que no tengo tiempo.

—¡Anda cuéntame, cuéntame, cuéntame, cuéntame! —repitió la mujer elfo, con la pesada insistencia de una niña caprichosa.

—¡Ya le he dicho que no, y punto! ¡No es no! ¿Qué es lo que no entiende?

—¡Vale, vale, tronquito, no te pongas así! Pues si tú no me cuentas nada, te lo contaré yo.

—Si no hay más remedio...

En realidad, el guardabosques estaba muy interesado en todo lo que la mujer le pudiera contar sobre aquel bosque. Así que estiró un poco el cuello en dirección a la mujer, para centrar mejor su atención. 

—Pues verás. Mis días transcurrían despreocupadamente en el bosque de las Ánimas. Entre bromas, risas y demás, yo era muy feliz. Los elfos somos bastante bromistas, como sabrás por los cuentos. Un poco tocapelotas, para que me entiendas.

—¿Ah sí? ¡Vaya, no me había dado cuenta! —ironizó el guardabosques.

—Sí, sí, muy bromistas. Como te digo, yo era feliz y me entretenía gastando bromas a los que paraban por allí. Cosas sin importancia, no creas, como voltear las señales de los caminos para que los senderistas se extraviaran, o echar caca de vaca en los arroyos para que les diera un poco de diarrea.

—Qué graciosa...

—¿A que sí? Todas esas bromas las hacía de día, porque por la noche aquel lugar está vetado para nosotros, los elfos. —Habló ahora, la mujer elfa, con una voz fantasmagórica—. De noche, sólo las ánimas pueden campar por allí a sus anchas. Es su territorio, y no permiten que nadie se entrometa en sus correrías. Las ánimas son unos seres apesadumbrados a los que no les gustan nada las bromas, ni mucho menos las risas...

—Unas almas oscuras...

—Sí, sí, eso. Ni que las conocieras. Te resumo, para no alargarte el cuento: una noche en que no podía conciliar el sueño, como me aburría, me dio por gastarles una pequeña bromita de nada a las ánimas cuando iban en procesión, y se molestaron muchísimo. Entonces, decidieron desterrarme del bosque para siempre.

—Ya, te comprendo. Y como este parque urbano nada tiene que ver con aquel bosque, te encuentras como fuera de lugar.

—¡Exacto, tío, tú sí que me entiendes! Ahora no me cabe ninguna duda de que eres un auténtico guardabosques.

Le reconfortó al guardabosque el reconocimiento que acababa de otorgarle la mujer elfo. Incluso su pose de brazos cruzada se volvió más relajada y amigable.

—¡Tienen un alma muy negra, esas ánimas noctámbulas! —comentó el guardabosques—. Sólo disfrutan asustando a los excursionistas, pero sobre todo a los aventureros más osados, a quienes confunden hacia los barrancos, para que se despeñen y mueran.

—¿Pero tú las conoces? —preguntó sorprendida la mujer.

La mirada del guardabosques se extravió como por entre un bosque enmarañado de terribles recuerdos. 

—Claro que las conozco, y demasiado bien como para no odiarlas. Hasta hace poco yo trabajaba en el bosque de las Ánimas.

—¿De verdad? ¡Vaya, qué casualidad? ¿Y cómo puede ser que nunca nos cruzáramos?

—No sé. Supongo que porque aquello es demasiado extenso, y porque yo trabajaba en el turno de noche. Las ánimas me contrataron para que estuviera atento a que no sucediera ningún conato de incendio. Resulta paradójico que le tengan tanto terror al fuego, cuando ellas se dedican toda la noche a sembrar el terror.

Corroboraba la mujer elfo las palabras del guardabosques, con un sutil y repetido gesto de afirmación.

—Normal que estén tan paranoicas —comentó por su parte la mujer—, porque si se les quema el bosque, a ver a quién asustan. Ningún excursionista va a querer visitar un bosque quemado.

—Ya. El caso es que nunca pasaba nada. Ellas se entretenían con sus correrías, y yo hacía como que no me enteraba. El trabajo me gustaba porque era tranquilo y solitario, pero también muy monótono. Tanto, que me costaba mantener los ojos abiertos. Hasta que una noche las ánimas me pillaron dando una cabezadita.

—¿Y entonces, te despidieron, no?

El guardabosques hizo un gesto afirmativo.

—¡Qué sinvergüenzas! —dijo llena de rabia la mujer elfo—.  Así que a esas paranoicas, que se pasan toda la noche vagando en procesión como almas en pena, que si farolito pa'quí, que si velitas pa'llá, con el riesgo de incendio que eso conlleva para el bosque, va y les molesta que tú te quedes un poco adormilado...

—Bueno, la verdad, es que me pillaron profundamente dormido —puntualizó el guardabosques—. Según alegaron en el procedimiento de despido, estaba roncando y todo...

—Nada, nada, eso no tiene importancia. Todo el mundo ronca. El caso es que te echaron por una tontería, igual que a mí.

—Es una manera de verlo —dijo con resignada expresión el guardabosques.

Ahora la mujer elfo meneaba la cabeza de un lado para el otro. Hasta cierto punto, le indignaba la parsimonia de aquel hombre de tan duro carácter. Después de un hondo suspiro, tomó una brusca decisión:

—¡Espera un momento!

Vio el guardabosques a la mujer elfo, caminando a pies ligeros hacia los arbustos por los que la había visto aparecer. Pensó que igual quería orinar detrás de los arbustos, así que dio media media vuelta en torno suyo, para no pecar de indiscreción. Pero cuando la curiosidad morbosa lo empujó a mirar por el rabillo del ojo, vio que la mujer regresaba llevando, a duras penas, una garrafa en la mano.

—¡Uff, cómo pesa! —se quejó la elfa, dejando la garrafa en el suelo.

—¿Y eso?

Miró la mujer elfo al guardabosques con una sonrisa de loca desatada.

—¡Gasolina! ¡Vamos ahora mismo, tú y yo, a ese bosque, para prenderle fuego! ¡Y que se jodan las ánimas!

Instantáneamente, como si le poseyera un mecanismo automático, el guardabosques volvió a cruzarse de brazos.

—¿Pero se ha vuelto usted loca, o qué? ¿Qué culpa tienen de nuestra desgracia los árboles del bosque? ¿Y los pájaros y riachuelos, y las despreocupadas vacas y ovejitas que pastan en los claros del bosque, y los pastores que las pastorean para hacer sus ricos quesos, y, si me apura, hasta los perros asilvestrados que de vez en cuando degollan con saña alguna de las felices ovejitas?

Hasta ese momento, la mujer elfo no había caído en la cuenta de que la cruenta acción que venía preparando ocasionaría tanto desastre.

—¡Oh, vaya, no había pensado en ello!... ¡Pero me da igual: la guerra, es la guerra!

Cogió la mujer la garrafa de gasolina y salió apresurada.

—¡Tengo una importante misión que hacer; encantada de haberte conocido!

—¡Oiga, deténgase!

Enseguida el guardabosques dio alcance a la mujer. La enganchó por el gorro, dejando sus orejas de elfo al descubierto.

—¡Eh, mi gorro!

—¡Lo siento, pero no la puedo dejar ir, así como así! Si se marcha, me quedaré con su gorrito, como prueba irrefutable de que fue usted quien prendió fuego al bosque de las Ánimas.

—¡Está bien, está bien! Devuélveme mi gorro, por favor. Es un recuerdo muy valioso.

El guardabosques miró a la elfa con desconfianza, pero al fin accedió a devolverle el gorro. La mujer se lo colocó meticulosamente, como si le diera vergüenza que alguien pudiera ver sus orejas puntiagudas.

—Si no me vas a dejar que queme ese maldito bosque, al menos permíteme que haga una pequeña fogata.

—¿Una fogata? ¿En el bosque, o aquí, en el parque?

—En el bosque, obvio. Vente conmigo, y de camino podemos comprar pan y unos chorizos para asarlos en el fuego, y así comemos juntos. 

Dudó el guardabosques entre su soledad y la conveniencia de mantener el bosque de la Ánimas a salvo.

—Es que, me gusta comer solo...

—¡Anda, venga, di que sí!

Siguió dándoles vueltas el guardabosques al tema: lo cierto era que, con el frío que hacía y la hora que era, se le estaba haciendo la boca agua, pensando en esos chorizos a la brasa.

—¡Bueno, la verdad es que se me ha antojado ese bocadillo de chorizo! ¡Venga, la acompaño, pero solo por esta vez!

—¡Bien! Si sabía yo que a estas horas no podrías resistirte a un buen bocata.

La mujer elfo se puso en marcha. Volteó la cabeza y le ordenó al guardabosques:

—¡Anda, guapo, coge tú la garrafa de gasolina, que estás más fuerte!

—¿La garrafa? Ni que la fuéramos a necesitar, para una fogatita de nada.

—Tú cógela, por si acaso. Ya verás lo bien que arde el fuego con la gasolina, ya verás.

No entendía bien el guardabosques para qué iban a necesitar tanta gasolina. Pero en fin... Hizo caso a la mujer elfo, y cargó con la garrafa.

—¡Espéreme, que esto pesa, como para andar tan ligero! —se quejó el guardabosques. La mujer ya le sacaba unos cuantos metros de distancia.

—¡Venga, date prisa, que en invierno cae la noche pronto, y por nada del mundo me gustaría encontrarme con las ánimas!

Apuró el paso como pudo el guardabosques, hasta alcanzar a la mujer elfo. Y juntos marcharon ambos, rumbo al bosque de las Ánimas...

Comentarios


  1. Cuando él intenta darle largas diciendo que era de "la secreta" me ha recordado un poco a mí, jajajaja.
    En el fondo el ha resultado ser un buenajón. A ver cómo les sale el invento!
    Menudo peligro tiene la elfa! Lo has acabado en el mismo punto en el que si te despiertas de una pesadilla dices: menos mal que sólo es un sueño!
    Un abrazo

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    1. Me llama la atención el adjetivo buenajón. Me resulta curioso lo que me dices: que lo de "la secreta" te recuerde a ti (¿eres del cuerpo de maestras secretas?), y que el final te haya parecido como el despertar de un mal sueño.

      Un abrazo, Loles, y gracias por leer y comentarme.

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  2. Anónimo11:48 a. m.

    Que bonito, la alegría del del elfo con la sequedad del guardabosques. P

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