Los cuatro nombres de Daniela

Playa de Cabo de Gata
Foto por Ana Rey

Los funerales no acostumbran a ser eventos divertidos. Y digo «no acostumbran», porque quién sabe si no habrá quien aproveche, acaso en alguna cultura remota, la pérdida de un ser querido para homenajearlo con una fiesta. Lo habitual, sin embargo, es que la muerte, si es que nos toca de cerca, nos arrebate cualquier ánimo de celebración.

En particular, me gano la vida con la muerte. No es que sea yo un francotirador de los que se ponen a sueldo de cierta facción africana, de esos que aprovechan las guerras para ganar un buen montón de dólares. Pero si algo tiene en común mi trabajo con el de los mercenarios es que también he de sustraerme del duelo ajeno. Cuando a cada rato te desenvuelves en un ambiente de desgracia, por fuerza has de autoinmunizarte contra el sufrimiento. Si tras la jornada laboral me llevara la pena a casa, creo que no tardaría en volverme loco. En mi trabajo conviene ver desde cierta distancia el dolor, así como si lo contemplásemos desde la mira telescópica de un rifle. Y de igual forma, trato de sortear cualquier otro aspecto emocional, ya sea al odio, porque hay personas que irritan, pero sobre todo, al amor. Cuando se toma afecto por un cliente todo acaba complicándose...

Trabajo en Pompas Fúnebres la Esperanza, empresa dedicada, claro está, a los servicios funerarios. Mi cometido es el de organizar todo el protocolo que conlleva la despedida final de un ser querido (quien en vida no fue querido por nadie, tampoco cuenta demasiado para las funerarias). Comienza mi labor con el traslado del cadáver hasta el tanatorio, en donde me encargo de recibir a los familiares y de supervisar la tarea del tanatopractor que acondiciona al muerto, para que éste sea velado con cierta dignidad. Lo de la dignidad es un aspecto crucial en mi ámbito de negocio: cuanto más se reviste de solemnidad un funeral, más dinero gana mi empresa, y más alta es la comisión que percibo yo. A simple vista, pudiera parecer que mi trabajo carece de complejidad, pero no es fácil convencer al cliente de las ventajas que presenta un ataúd fabricado en madera de roble frente a otro de pino, teniendo en cuenta que ambos terminarán carcomidos por la humedad y el paso del tiempo. O que el fuego los consumirá de forma parecida, si la opción elegida para los restos mortales es el crematorio, en lugar de la inhumación. Para el negocio conviene más el enterramiento que la incineración, y mucho mejor si el muerto termina reposando en una tumba en propiedad, con tapa de mármol pulido, que en un triste nicho de alquiler. Aún más grandes son las ganancias si se le construye un suntuoso panteón coronado con algún ángel alado, o vete tú a saber, con qué alegórico motivo tallado en alabastro.

Lejos en el tiempo quedan los cortejos fúnebres en carroza ornamentada tirada por caballos negros con penacho de pluma, que se paseaban por media ciudad. Apenas quedan ya reservados para los grandes dignatarios, casi siempre hombres. En nuestros días, pareciera que la muerte diera vergüenza, y por eso tratamos de esconderla y disimularla, para desazón de negocios como en el que trabajo. Sin embargo y por fortuna, como no podemos eludir cierta inclinación al ritual, otras formas de despedida han ido apareciendo.

Para preparar uno de estos novedosos rituales fui reclamado por mi jefe:

—Sánchez, ¿conoce a una tal Sonia Sánchez García? ¿No será prima suya?

—Ni idea —le respondí al jefe—. A ver si se va a creer que todos los Sánchez del planeta son primos míos. Y Sonia creo que no conozco a ninguna, y menos con mi apellido.

—Pues a usted esa tal Sonia le debió conocer, porque en sus últimas voluntades decidió contratar nuestros servicios, dejando instrucciones claras y precisas de que fuera usted, y no otro, el encargado de ejecutar todas las órdenes que, como digo, dejó por escrito antes de morir.

Repasé mentalmente de nuevo el listado de todas las Sonias que habían pasado por mi vida: en realidad, ninguna.

—Tome, Sánchez, aquí tiene la urna con las cenizas de esa tal Sonia. Y las instrucciones que dejó por escrito, más estos tres sobres que, cuando lea las instrucciones, comprenderá para qué son. No se le vaya a ocurrir abrirlos antes de tiempo, que no son para usted. Póngase a la tarea cuanto antes.

Según lo dispuesto por la tal Sonia, debía localizar a dos personas: en concreto a dos mujeres, a las que debería entregar en mano, respectivamente, uno de los sobres. La misión no parecía demasiado complicada, pues en los sobres se detallaban los nombres, teléfonos y direcciones de las dos mujeres. Además vivían cerca, dentro de Madrid capital. La última voluntad de Sonia era que aquellas dos mujeres la acompañasen en su viaje final hasta un lugar concreto de la costa almeriense, para que arrojasen juntas sus cenizas al mar.

Nada de original tenía el último deseo de Sonia. Aunque está prohibido tirar las cenizas al mar, mi empresa siempre hace la vista gorda, pues a fin de cuentas no somos nosotros quienes cometemos la infracción administrativa, sino que son los allegados del muerto quienes suelen lanzar las cenizas al mar. Mi cometido, en el caso de Sonia, se limitaba a recoger a sus dos conocidas, llevarlas en coche hasta la costa, y devolverlas de nuevo a sus casas.

Lo extraño en este caso era que la comitiva de despedida quedara reducida a tan solo dos personas. En otras ocasiones, cuando el sepelio tiene lugar fuera de Madrid, Pompas Fúnebres la Esperanza suele fletar algún autobús, o, cuanto menos, un microbus. Pero en este caso no iba a ser necesario, y, como digo, yo mismo conduciría hasta Almería, en uno de los coches de la empresa, a aquellas dos mujeres.

El tercer sobre debía ser abierto justo en el momento previo al lanzamiento de las cenizas al mar, y leída la carta que contenía. Esta indicación, en las instrucciones de Sonia, le daba, si cabe, cierto punto de misterio a la misión. Pero, sobre todo, más misterioso se me hacía el hecho de que Sonia me conociera, y de que me hubiera reservado, si no el papel de protagonista, sí el de facilitador y guía. ¿Pero quién coño había sido esa Sonia Sánchez García, y de qué me conocía?

Googleé su nombre en Internet, pero no obtuve ningún resultado que me ofreciera alguna pista: sus apellidos eran demasiado comunes, como para que pudiera encontrar la imagen de algún rostro que me resultara familiar. Seguramente debió ser alguna de las clientas que contrató nuestros servicios en el pasado, y que por lo que fuera quedara satisfecha con mi desempeño. Así que, sin más preámbulos, me dispuse a llamar por teléfono a una de las dos destinatarias que aparecían en los sobres.

Para mi sorpresa, la mujer tampoco conocía de nada a la tal Sonia Sánchez. Le conté los detalles de mi misión, y quedé en llevarle el sobre más tarde, cuando le venía bien, después de su trabajo.

Repetí el procedimiento con la otra mujer. Esta vez no me pilló por sorpresa que tampoco conociera a ninguna Sonia Sánchez. Al revés, creo que me hubiera resultado más extraño que me hubiera dicho que eran íntimas amigas, y que se conocían de toda la vida. Me dispuse a llevarle el sobre inmediatamente, pues estaba en casa y yo no tenía otra tarea más urgente que hacer.

Llamé al telefonillo de un edificio de no menos de 10 pisos de altura:

—¿Isabel? Mire, soy Juan Sánchez, de Pompas Fúnebres La Esperanza, ¿me podría abrir?

La mujer rondaría mis cincuenta años, tal vez alguno más. Me recibió en el rellano de la escalera, sin invitarme a entrar en su casa. Allí mismo abrió la carta, y delante de mí se puso a leerla. Según avanzaba en la lectura, sus ojos se fueron humedeciendo, hasta que no pudo contener la emoción y el llanto.

—Lucía, es Lucía quien ha escrito esta carta. Ahora me entero de que ha muerto, y de que no se llamaba Lucía, sino Sonia. Perdone, pero sus palabras me han emocionado.

—No se preocupe —traté de disculparla—. Es lo normal, que uno se emocione en estos casos.

—¿Quiere pasar dentro, y tomar un café?

Me disculpé con Isabel: le expliqué que aún debía visitar a otra mujer, para darle un sobre similar al suyo. Le dije el nombre de la mujer, pero tampoco le sonaba de nada. Le pregunté si estaba dispuesta a formar parte del séquito que conduciría las cenizas de Sonia, o Lucía, o como se llamara realmente, hasta el mar. Otra vez lloró.

—Por supuesto que sí, que la acompañaré en su último viaje, si así era su deseo.

Traté de fijar un día para el viaje a Almería.

—Por mí mañana mismo —me dijo—. Estoy de baja en el trabajo, así que no tengo ningún impedimento para viajar.

Le ofrecí mis condolencias a Isabel, y partí al segundo de mis destinos de aquel día.

Hice algo de tiempo en un bar, pues aún faltaba un buen rato para la hora en que había quedado con la otra mujer. De nuevo hice una lista mental, esta vez con todas las Lucías que había conocido. Sólo se me ocurrió mi prima, y de haber fallecido me hubiera enterado.

Esta vez la casa a la que llamé era una vivienda baja, con la puerta de acceso a la altura de la acera. Me abrió una mujer mucho más joven, como de treinta y pico años.

—¿Raquel? Soy Juan Sánchez, de Pompas Fúnebres la Esperanza. Hablamos por teléfono.

—¡Ah, sí! Pasa, pasa. Me pillas, que acabo de llegar del trabajo.

La mujer me condujo hasta el salón, y me invitó a tomar asiento en el sofá. Después de encender una barrita de incienso se sentó a mi lado. La decoración de la casa era intensa en colores, sobre todo rojos y anaranjados. Un buda dorado y obeso, acomodado sobre un aparador, parecía vigilar nuestra conversación.

—¿Quieres tomar una infusión?

—No, no hace falta, gracias. Así estoy bien.

Le repetí a Raquel la misma historia que le había contado por teléfono, y, por último, le entregué el sobre. Se incorporó un momento del sofá y de un cajón del aparador sacó un abrecartas, como tallado en marfil, que utilizó para abrir el sobre. Antes de comenzar a leer la carta, allí sentada, a mi lado, me confesó que andaba intrigada, por quién podría ser esa Sonia que le había escrito. Luego comenzó a leerla con una inquietud que se manifestaba en unos ojos que iban y venían como a pequeños saltos, a lo largo de los renglones de la carta. No tardaron sus ojos en nublarse, de la misma forma en que lo habían hecho los de la otra mujer.

—¡Andrea ha muerto! ¡No me lo puedo creer!

Luego se deshizo en lágrimas, y, pese a mi profesionalidad, no pude evitar un amago de abrazo.

—¿La conocía?

—¡Claro que la conocía, si no, de qué iba a estar llorando! —me respondió sin ningún tacto.

Enseguida se disculpó, y me confesó que estaba muy nerviosa. De hecho, casi temblaba.

—¿Te importa si te doy un abrazo?

Ahí estuve yo, con mi traje y corbata de la funeraria, ofreciendo, como mejor supe, todo el apoyo emocional que necesitaba en ese momento aquella mujer con aspecto de despeinada. Mientras, aproveché para hacer el enésimo repaso mental del día, a ver si en mi lista de conocidas había alguna Andrea: tampoco recordaba a ninguna mujer con ese nombre. Ahí seguí, sosteniendo el abrazo con todo mi buen hacer. Por el rabillo del ojo veía al buda, que nos observaba inmutable. Pensé que Buda habría sido un candidato ideal para trabajar en el negocio de las funerarias. Por fin aquella mujer, Raquel, se desprendió de mis brazos y me explicó:

—Andrea y yo fuimos novias, ¿sabes? Hasta que de pronto, un día se marchó de esta casa sin avisar —entre frase y frase, Raquel se enjugaba los mocos sorbiéndolos hacia dentro de la nariz—. Apenas me dejó una nota y desapareció, ¿te puedes creer? Hace cuatro años que no sabía nada de ella. Y ahora me entero de que está muerta, y de que no se llamaba Andrea, sino Sonia.

De nuevo Raquel irrumpió a llorar y se abrazó a mí como un koala necesitado de cariño. No era la primera vez que yo también me veía en apreturas parecidas, en las de estar necesitado de cariño: aquella joven, de largo cabello anaranjado, era tan atractiva y mullida... Como buen profesional, traté de someter cualquier sentimiento inadecuado, ya dije que al estilo impasible de un mercenario. Mientras aplacaba mis emociones, me veía reflejado, como en un espejo, en el buda calvo y pachón del aparador. Aunque a mí también me adorna una calva reluciente, mi porte es tan estirado y flaco como el de un viejo poste de telégrafos abandonado en la linde de un sembrado. Con esa imagen creo describir también mi carácter. Me parecía insólito, que tan tierno y bello animal me hubiera escogido como refugio. Pero claro, en ese momento, para hacer su nido no había encontrado ningún árbol a la vista...

Para tranquilizarse, Raquel decidió encenderse un porro, del que me invitó a fumar. Rechacé con amabilidad su ofrecimiento, y la conminé a tomar una decisión, respecto al viaje a Almería. Tomó una profunda calada antes de responderme:

—¿Mañana? Tendré que avisar en el trabajo. Pero por supuestísimo que voy a estar allí, para despedirme de Andrea. Yo la quería, ¿sabes? ¿Por qué se tuvo que ir así, sin decir casi adiós?

Y comenzó a llorar de nuevo, Raquel. Me disculpé, y quedé en que pasaría sin falta a recogerla a la mañana siguiente, a primera hora.

—¿Qué tal todo? —me preguntó el jefe, cuando estuve de vuelta en el trabajo.

—Complicado... Bueno, más o menos. Mañana mismo viajamos a Almería.

—¡Bien! Lo importante es cerrar este asunto cuanto antes. ¡Mañana, no se vaya a olvidar de la urna!

¿A cuento de qué, me advertía el jefe que no me fuera al olvidar de la urna? En fin, cosas de jefes... Cogí el teléfono y marqué el número de la primera mujer que había visitado, para confirmarle la hora del viaje.

-—¿Lucía?

—¿Quién es?

—Soy Juan Sánchez, de Pompas Fúnebres la Esperanza. Estuve antes en su casa.

—¡Ah sí! Pero me llamo Isabel. Lucía era... Bueno, ya sabe...

—¡Ay, sí, perdone!—con tanto nombre de mujer, me había hecho un lío—. Sí, Isabel. Le confirmo, que mañana a las 8 de la mañana paso a recogerla.

Ya en mi casa, saqué otro traje del armario y lo dejé listo para el día siguiente: los efusivos abrazos de Raquel y sus lágrimas me habían desmoronado el que llevaba puesto. En cualquier caso, era preferible que me pusiera otro, pues el viaje a Almería prometía ser largo.

Al día siguiente, pasé primero a recoger a Isabel. Llevaba puesto un traje con chaqueta y falda a juego, en azul marengo, sobre una camisa blanca. Le abrí la puerta trasera del vehículo y pasó dentro. Entonces caí en la cuenta, no de que me había olvidado de la urna con los restos de Sonia, sino del último de los sobres. Puse el coche en dirección a las oficinas de la empresa.

—¿Usted por aquí; no debería estar ya en ruta? —me preguntó el jefe.

—Al final, una de las pasajeras me pidió algo más de tiempo, para arreglarse. Ya sabe como son las mujeres... Ahora mismo voy a buscarla.

Tomé el sobre procurando que el jefe no lo advirtiera, y partí raudo a por Raquel.

—Perdone el retraso —me disculpé—, pero es que me olvidé del tercer sobre que dejó preparado Sonia. Bueno, Lucía.

—Andrea, querrás decir.

—Sí, eso.

Menudo lío que me estaba suponiendo el tinglado de seudónimos que había utilizado la muerta. Le abrí la puerta del coche a Raquel, y le presenté a Isabel.

—¿Tú eres Isabel? ¡Me alegra tanto de que por fin pueda conocerte! ¡Ay, déjame que te dé un abrazo!

Me senté en el asiento del conductor, expectante. Por el retrovisor, pude adivinar el desconcierto de Isabel.

—¡Ay, perdona, que no me he presentado! Yo soy Raquel. Andrea me habló tantas veces de ti...

—Lucía —le aclaré a Isabel—. Se refiere a Lucía. Para ella era Andrea.

Ninguna de las dos mujeres parecía comprender nada. Les explique todo el enredo que había tejido con sus nombres Sonia Sánchez.

—¡Bueno, pues en marcha, que el camino es largo!

Arranqué el motor. Mis dos pasajeras parecían tan distintas... Raquel se mostraba nerviosa y locuaz. No paraba de hablar, mientras que Isabel se limitaba a escuchar y asentir. Por lo que contó Raquel, más que por lo poco que decía Isabel, pude deducir que ésta última había sido la primera novia de Sonia.

—Pero entonces, ¿no te habló de mí? —preguntó Raquel a Isabel.

—Vagamente. Un día desapareció, y ya no supe más de ella. Sólo me dejó una nota, diciendo que había sido muy feliz conmigo, pero que había conocido a otra persona. Que si no tomaba ese nuevo tren, creía que no sería feliz, y no quería que yo terminara compartiendo mis días junto a una amargada.

—¡Qué cabrona, eso nunca me lo contó! Algo parecido me hizo a mí. Un día se marchó, y hasta ahora...

Mientras conducía, yo no podía dejar de compadecerme de aquellas dos mujeres. Especialmente de Isabel, pues su novia la había dejado por otra. ¿Habría existido una tercera mujer, después de Raquel? Supongo que no, pues de lo contrario también iría en el asiento de atrás.

Por fin Raquel se calló un rato, y se quedó dormida. Por el contrario, Isabel seguía despierta, con la mirada perdida más allá de la ventanilla. Cuando a medio camino hicimos un alto en un bar de carretera, desperté a Raquel.

—Tomen lo que quieran. Están invitadas.

Isabel se pidió un café con leche y un cruasán; Raquel apenas un café solo, que se bebió de un par de sorbos largos, y enseguida salió del bar, para fumarse un cigarrillo.

—Nunca imaginé que Lucía me dejara por una fumadora —me comentó Isabel, con la mirada fija en Raquel, más allá del ventanal del bar—. Detestaba el tabaco.

Me pilló por sorpresa aquel comentario, tan desgarrado como sincero. Le hubiera respondido que saltaba a la vista toda esa alegre juventud que desprendía Raquel, pero habría sido demasiado cruel mi comentario. Terminé la Coca Cola y el bocadillo de jamón que me había pedido, y regresamos al coche.

Raquel nos contó que había visitado varias veces Cabo de Gata, junto a su novia. Allí precisamente era donde ahora nos dirigíamos. También yo había vagabundeado por aquellos andurriales, pero de eso hacía mucho tiempo. Demasiados años habían pasado, aunque ahora, con las anécdotas que iba contando Raquel, se me avivaba algún que otro recuerdo. Me pareció intuir los ojos llorosos de Isabel, cuando Raquel dijo que hasta se habían bañado desnudas en el mar, Andrea y ella. Tal vez Raquel debió advertir también cierta tristeza en los ojos de su compañera de viaje, porque de repente se calló, y ya sólo se dedicó a dormitar. Isabel, que en ningún momento se durmió, parecía haberse quedado tan petrificada como un gato chino de la suerte sin pilas, con los ojos mirando al limbo del parabrisas, e indiferente al paisaje que se sucedía veloz al otro lado de la ventanilla.

—¿Qué, cómo vamos? —le pregunté.

—Ahí vamos...

Llegamos al restaurante El Faro, en Cabo de Gata, justo a una hora propicia para comer. Yo había tomado la precaución de reservar sitio por teléfono, y de pedir que nos preparasen un arroz. Aunque el restaurante no era precisamente barato, no quise perderme tan buenas vistas del mar, aprovechando que Sonia corría con todos los gastos. Además, como había tenido a bien morirse en primavera, el clima era agradabilísimo. Hacía tiempo que me había tomado la licencia, durante el viaje, de desprenderme de la chaqueta y la corbata.

El arroz con marisco pareció restablecer no solo mi espíritu, sino también el de las dos mujeres.

—Raquel —se animó a preguntar Isabel—, ¿tú también estuviste en este bar con... bueno, ya sabes?

—¡Sí, claro, siempre que visitábamos Cabo de Gata nos pasábamos por aquí! Entonces, ella no paraba de contarme anécdotas que había vivido contigo. Te confieso que me molestaba, y yo le decía que pasara de una vez esa página de su vida.

Isabel no dijo nada. Sólo esbozó una sonrisa relajada, y volteó la mirada hacia el mar.

—Bueno señoras. Voy a pagar la cuenta, y vamos a lo que hemos venido.

Tras pagar la cuenta, me acerqué al coche para recoger la urna y el tercero de los sobres. Luego nos alejamos del restaurante paseando tranquilamente, en busca de un lugar apartado y sin gente, en la orilla del mar.

—¿Les parece aquí mismo?

Las dos mujeres asintieron. Procedí a desvelar el misterio que encerraba el tercero de los sobres. Lo abrí y leí en voz alta la carta que contenía:

«Si mi última voluntad se ha cumplido, ahora tú, Juan, te estarás preguntando quién es esta Sonia que te habla desde el más allá, y que te ha traído hasta Almería para que, en compañía de Isabel y Raquel, arrojéis las cenizas de lo que fui al mar. No te preocupes, que no tardo en desvelarte el misterio. Soy Daniela, ¿aún me recuerdas? Ha pasado tanto tiempo desde nuestras andanzas....

»Soñábamos con recorrer el mundo, y apenas pasamos de Almería... Enseguida tú entraste a trabajar en esa funeraria. En el momento en que te vi revestido de formalidad, con tu traje y corbata, me di cuenta de que igual no estábamos tan hechos el uno para el otro, como yo pensaba. Por si no me acompañaban las dudas, tuve la suerte de que se me cruzara una mujer en el camino, Isabel, y no pude evitar el enamorarme de ella.

»Lo sé, Juan, me esfumé de tu vida sin apenas decirte adiós ni darte razones, y de manera similar os abandoné, años después, a vosotras dos, mis queridas Isabel y Raquel. Pero es que las despedidas se me hicieron siempre insoportables, más que nada, porque siempre era yo la que me veía en la tesitura de poner punto final a cada una de nuestras respectivas relaciones. Me agarré a mi cobardía como principal excusa, y preferí seguir mi rumbo procurando no mirar atrás. Lo cierto es que jamás logré olvidaros a ninguno de los tres, pues vosotros, Juan, Isabel y Raquel, fuisteis lo mejor que me sucedió en esta vida que ya pasó.

»El único consuelo que me queda ahora, cuando sé que pronto voy a partir para no regresar jamás, es la esperanza de lograr juntaros a los tres, y que, con la excusa de mi definitivo adiós, al fin os podáis conocer.

»Os doy las gracias por todos esos buenos momentos que me regalasteis. Un abrazo, de vuestra Sonia, la que bien amasteis como Daniela, Lucía y Andrea».

Tras leer la carta, todos los recuerdos que compartí con Daniela vinieron a doblegarme, con el ímpetu de una ola gigante que, desde el mar, se hubiera alzado para golpearme. No me lo podía creer, que se despertasen con tal virulencia las emociones que experimenté hacía más de 30 años. Ahora tenía todas las respuestas a un montón de preguntas que, como muebles viejos, hacía mucho tiempo que había arrinconado en mi memoria. Me eché a llorar, y presto acudieron Isabel y Raquel a rescatarme. En realidad, nos rescatamos los tres, en una especie de abrazo comunal y prolongado.

Supongo que era comprensible, que por una vez, en mi larga trayectoria laboral, hubiera perdido la compostura que se me exige.

Sin consultar a mi dos acompañantes, destapé la urna y vertí las cenizas en el mar. Aquella agresión al ecosistema fue como una liberación para los tres, una catarsis purificadora que terminó entre risas y algún grito lanzado al viento.

Luego nos sentamos en la misma orilla, a esperar la puesta de sol. Estuvimos compartiendo alguna que otra anécdota acerca de nuestras vidas junto a Sonia.

Isabel se sinceró por fin, y nos confesó que tras la marcha de su querida Lucía entró en una fuerte depresión. Admitió que desde entonces la acompañaban episodios de melancolía intermitentes, y que incluso su actual baja laboral era debida a uno de esos baches emocionales. Al final resultó, que si bien su Lucía le evitó de compartir los días junto a una amargada, no consiguió librarla de un eterno estado de inapetencia por la vida.

Según fue avanzando la tarde, la sensación de pesadumbre se disipó en parte.

—A veces, cuando discutíamos, me hablaba de ti, Juan —contó Isabel—. Decía que los hombres erais más tranquilos. Sobre todo tú; le ponía un poco de los nervios, que fueras tan inalterable.

—A mí me decía —comentó Raquel—, que de no haberte conocido seguramente no se hubiera dado cuenta tan pronto de que en realidad le tiraban más las mujeres. Pero no se lo tomes en cuenta; en cuanto le pegaba una calada a un porro, solo decía chorradas.

—¿Ah, pero fumaba? —quiso saber Isabel.

—Na, solo alguna que otra calada de vez en cuando, de marihuana, y tras insistirle mucho.

Raquel nos mostró, en el móvil, algunas fotos que había subido a Facebook hacía años, en las que posaba feliz junto a su Andrea. Me sonaba que yo también tenía alguna escondida por alguna carpeta del móvil.

—¡Qué jóvenes se os ve! —comentó Raquel—. Y tú, aún tenías pelo. ¡Vaya greñas!

Se me ocurrió, que igual a Daniela le entró un bajón cuando empecé a quedarme calvo, y que por eso decidió buscarse a alguien con más pelo. Aquel pensamiento, aparentemente absurdo, tenía cierta lógica, pues la cabellera de la última de sus novias era la más abundante.

El viento racheado nos ofrecía el inconfundible olor a mar, y alborotaba, más si cabe, aquella melena desenfadada de Raquel, sin que a ella le preocupase en lo más mínimo. Sin embargo, Isabel se azoraba por recomponer su pelo corto y entrecano. A mi calva, los enredos del viento le resultaban indiferentes...

Allí estuvimos, hasta que el sol nos regaló su anaranjado atardecer...

—Bueno, pues misión cumplida —dije al fin—. Creo que va siendo hora de emprender el camino de vuelta.

Durante el camino de regreso, nadie habló. Por el espejo retrovisor, podía ver a las dos mujeres, la cabeza de Raquel recostada en el regazo de Isabel, y la mano de ésta surcando a través del cabello revuelto de la otra. Me preguntaba, como tantos días, sobre qué regazo me recostaría yo, al terminar mi larga jornada laboral...

Comentarios

  1. Menos mal que la última fue una despedida con comida y puesta de sol en el mejor sitio de Almería. Tuvo un detalle Sonia Daniela Lucía. ¡No iba a ser todo cambiar de nombre y desaparecer a la francesa!)
    Tienen tus relatos un punto tragicómico mezclado con ternura que me hacen leerlos con verdadero placer (Y sonrisa, cuando no risa)
    Un abrazo Miguel

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    1. Sí, yo básicamente soy tragicómico mezclado con cierta ternura que sólo dejo vislumbrar en mis cuentos, así que me sale de natural, jeje...

      Leíste el relato sin que lo terminase de corregir, qué desastre... Pero es que, como la vida no me da para más, lo subí antes de tiempo, para cumplir con mi plazo autoimpuesto de un relato al mes. Vamos, que me hice trampa a mí mismo.

      Bueno, Loles, un abrazo, y gracias.

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  2. Ingenioso como todo lo que tu creas, grande Miguel, me ha gustado mucho leerte.Un abrazo!

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    1. Muchas gracias, Mónica, me alegra que te haya gustado. Ojalá nunca perdamos la predisposición a ser ingeniosos. Un abrazo.

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