El tablón

Mujer sentada en unas rocas contemplando la mar revuelta
Foto por Rajarshi Mitra

Es dicho manido, el de que todo náufrago se agarra a su tabla de salvación. Ahí andaba ella en medio del océano, aferrada a la suya como podía. Para nada le preocupaba ahora que se le hubieran estropeado las uñas, sus garras, más bien podría decirse, en el esfuerzo de sujetarse a aquel pedazo de madera. Tampoco el aspecto que tuviera o dejara de tener, si su cabello andaba revuelto o si sus labios, demasiado resecos, le afeaban el rostro, o si traía la falda del vestido con algún que otro desgarro. Lo único que le importaba en ese momento era sobrevivir, todo lo que pudiera para dar tiempo a que viniera alguien en su rescate.

La tremenda sed era su principal compañía. También unos pececillos, que podía sentir jugueteando entre los dedos de sus pies. Tal vez anduvieran zampándose la piel muerta de sus durezas. Menuda imagen, tan tremenda, componía su pensamiento, la de ser devorada minuciosamente según se iba muriendo por partes, primero la piel, luego, qué sería... Puede que ni siquiera hubiera ningún pez rondándola, que toda esa sensación de los dedos fuera debida a que sus piernas se le empezaban a acalambrar. No podía dejar de darle vueltas, y más revueltas, a cada detalle de lo que le estaba sucediendo. Así era su introspectiva manera de ser, y más aún era ella misma, en aquellas circunstancias tan calamitosas.

De momento, por fortuna, la mar no la zarandeaba demasiado: más bien la mecía como una madre. Pero qué madre más falta de afecto, que como en automático parecía arrullarla. A cada segundo, a cada hora, siempre tatareando la misma monótona y deliciosa canción de cuna. Aquel sube y baja de la melodía, más el susurro acariciador y horizontal de la brisa discontinua, de alguna manera estaban relacionados con un nuevo movimiento circular e insistente que comenzó a atosigarla por dentro, en cuanto cayó la última de sus noches: ¿tenía sentido, se preguntaba una y otra vez, el seguir aferrándose a esa tabla, que a ninguna orilla le iba a conducir? Era de sobra consciente, de que se iba desencantando de la relación sentimental que mantenía con su tablón desde el principio de los tiempos, o al menos eso le parecía, que habían transcurrido no menos de mil años, desde que lo encontró en mitad de aquel páramo salado. Nunca la pasión se le había esfumado tan deprisa, tras la primera puesta de sol. Todo el empeño que ponía en su amoroso abrazo, pensaba, sólo servía para prolongar su agonía. ¿No sería más razonable desprenderse de toda esperanza, soltar de una vez a su amante, y dejarse caer hacia el fondo abisal?

El caso era que, por el momento, no se atrevía a dar ningún primer paso. Allí seguía, tan patética junto a su tablón, aferrada a él como un koala empapado bajo una lluvia torrencial, que anduviese en busca de refugio en la más alta y endeble ramita de un eucalipto. Desde lo alto del cielo, las estrellas y la magnífica luna velaban la negritud de la noche, así como la de su tragedia...

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