Vagando mundos

Pies sucios en la hierba
Foto por Jon Skilling

Mi estado de incertidumbre era tal, que me dio por aventurarme a un nuevo abismo. En la mochila metí dos pantalones y tres camisetas sudadas, más cuatro pares de calcetines a medio ensuciar y un calzoncillo virgen. Detrás de mí, dejé abierta la puerta de casa: no tenía intención de volver, así que mejor sería no cerrarla a la posibilidad de que fuera ocupada.

Crucé la calle. Siempre había querido pasar al otro lado, a la parte chunga del barrio, pero, como para tantas otras cosas, nunca tuve los suficientes cojones. Lo cierto es que no fue para tanto, lo que, navaja en mano, se llevaron aquellos dos delincuentes: dos pantalones y tres camisetas sudadas, más cuatro pares de calcetines a medio ensuciar y un calzoncillo virgen, metido todo a cholón en mi mochila vieja. «Cuanto menos equipaje, más ligero se camina», me dije. Así que a buen paso fui dejando atrás un paisaje de chabolas, basura y chatarra, todo un potaje sustancioso de mocosos medio desnudos que me miraban entre la animadversión y la curiosidad. Ascendí a lo alto del cerro polvoriento, con el ánimo altivo de un Cristo resucitado: «ahí os quedáis, miserables». Nunca había ascendido tanto en la escala social, ni tan pronto, ni tan fácil... Ni más ni menos, que cualquiera de los políticos que había visto en las crónicas de los telediarios. Contemplé unos nuevos horizontes retándome, más allá de las antenas y azoteas de la parte pija de la ciudad. Desde lo alto del cerro me dejé rodar hasta las afueras de ese barrio bien que tenía delante, revolcándome en el polvo como bicho bola en harina adulterada. Sólo cuando recordé la letra de la famosa ranchera, aquella que dice que la vida es un puro rodar, «rodar y rodar», decidí que ya no iba a dar más vueltas. Al menos de momento... Me incorporé sin sacudirme el polvo que acuciaba cada poro de mi piel, y allí mismo, en aquellos centímetros cuadrados en que me acababa de poner de pie, me senté en el suelo...

En esa postura casi mística, me alcanzó la noche. Apenas un par de veces me vi obligado a abandonar mi inalterable pose, para orinar. Otras apreturas no me importunaron de momento, aparte de los pedos que podía tirarme a mi antojo, por estar rodeado de nadie. Sólo algún perro se oía aullar de vez en cuando, en mitad de la noche velada de estrellas. No sé qué me impedía ver la estrella polar, si la atmósfera viciada por el polvo del cerro que quedaba a mis espaldas, o el remanente de luz que desprendía el barrio pijo que tenía delante. El caso es que estaba desorientado, sin saber si la punta de mi capullo se alineaba con la Meca, la ciudad santa de Jerusalén o con el septentrión, en que dicen que habita en una choza Thor. Transcurrió la noche sin que me alcanzase ninguna novedad, ni me invadiese ninguna clase de paz interior. Tampoco ningún sobresalto...

Agradecí los primeros rayos de sol como caricia de madre. Aunque me moría de sed, estaba demasiado a gusto como para abandonar aquella postura tan relajada. Recé a un dios desconocido —acaso a mí mismo—, para que me concediera la dicha de una lluvia torrencial. Mas mis plegarias fueron desoídas. Según fue avanzando la mañana, el sol de julio se fue haciendo de justicia. Delante de mí, el barrio bien lucía resplandeciente, e indiferente a mis circunstancias, iba entrando en apacible ebullición. Podría morirme de sed, y allí sólo los pájaros advertirían mi cadáver, para darse un buen festín. Me incorporé con el afán de un iluminado al que la Verdad le ha sido revelada: los huérfanos no le importan a nadie. Oriné por última vez en aquel paisaje polvoriento; el manantial de mi regocijo, fue breve y fugaz.

Enfilé la primera calle que me vino a mano. Poco a poco —no tenía prisa alguna—, fui adentrándome en una ciudad de aceras aseadas y escaparates rebosantes de posibilidad. Por fin encontré una fuente, situada en el centro de una rotonda. Sorteé los vehículos que daban vueltas en torno a la fuente, como en un tiovivo. Agradecí a ese dios, o al alcalde megalómano, que había colocado allí, para mí, aquel descomunal abrevadero. Tras encaramarme al pequeño murete de hormigón que contenía las aguas (apenas cuarenta centímetros de altura revestidos de cemento), me dejé caer de espaldas a la enorme pileta. Bebí a capricho y volví a dar las gracias, no sé a quién, por toda esa sed que ahora me ofrecía tanto regocijo.

Una vez que hube saciado mi sed, me desnudé. Así en cueros, me tumbé al sol, en la porción de hierba que había entre el murete de la fuente y el bordillo que delimitaba la carretera. Indiferentes a mi desnudez, los vehículos del tiovivo seguían dando vueltas como en verbena, alrededor de la fuente y de mí.

Serían las tres o cuatro de la tarde, cuando me dio por sentir bastante hambre. Maldije la costumbre de comer todos los días, con lo a gusto que estaba yo allí, soleándome como un galápago ocioso. Tras darme un último chapuzón, dudé si vestirme o ponerme nada más que las zapatillas. Al final me eché por encima, a modo de largo camisón, mi holgada camiseta, pues el sol picaba demasiado como para andar con el torso y las nalgas al aire.

Divisé una frutería abierta, como quien advierte a lo lejos una plantación de manzanos en temporada de cosecha. Echando mano de todos los trucos de amabilidad que me habían enseñado en la escuela, le supliqué a la dependienta que me regalase alguna fruta malograda. Mi aspecto recoleto debió sobrecoger a aquella mujer joven e inexperta, pues en un momento recorrió su atiborrado huerto y me preparó un cestillo, con toda clase de frutas suculentas. Del cestillo apenas tomé dos melocotones y una rodaja de sandía: «con esto es suficiente; tal vez venga mañana, a por más fruta». Yo sabía que no regresaría, pero no quería hacer el feo de despreciar tanta generosidad. Di las gracias a la joven y, por último, la sorprendí con un beso de despedida en la mejilla: olía a membrillo recién recolectado, a peras en almíbar...

Busqué un banco a la sombra de un árbol, y allí sentado, fui dando cuenta de la deliciosa fruta. Me abrí de piernas, para dejar que la brisa acariciase mis testículos. Solo entonces me reconocí, por primera vez en mi vida, como un hombre por entero libre. Incluso tal vez lograría trascender más allá de mi muerte, si conseguían dar vida los huesos de melocotón que arrojé en el trozo de tierra agostada que tenía al lado. Después de apaciguar mi apetito me puse de nuevo en marcha, en busca de algún rincón discreto en el que hacer mis necesidades. No fui consciente, de que mis heces hubieran servido de estímulo a los huesos de melocotón.

Vagamundeando por las calles, en busca de ese cuarto de baño improvisado, fui a parar a las puertas de una biblioteca pública. Yo sabía que en esas instalaciones municipales tienen baños a disposición de los usuarios. Advertí cierto gesto de preocupación en el vigilante que me vio entrar, pero conjuré su hechizo de desconfianza dándole las buenas tardes. Tampoco es que deshiciera del todo su encantamiento, pues enseguida abandonó su estado de modorra contra la pared, y se puso en marcha detrás de mis pasos. Antes de ir al baño busqué la zona de prensa y revistas, y tomé un periódico. Me acomodé sobre una de las confortables butacas y abrí el periódico por la sección de economía, que es la casi siempre encuentro más divertida. El titular principal rezaba: «Brutal caída del bitcoin». Prorrumpí en una descomunal carcajada, que resonó por toda la biblioteca. El vigilante, que no me había quitado el ojo de encima, se acercó para llamarme la atención: «Disculpe, caballero, pero debe guardar silencio». Sin detener mi risa le señalé el titular del periódico, pero el hombre no cedió en su gesto ceñudo. Le tranquilicé diciéndole que ya me iba. Plegué el periódico y, levantándome del sillón, lo acomodé debajo de mi axila, como todo un señor en batín dentro de su casa. «Caballero, no se puede llevar el periódico». Le aclaré al vigilante que simplemente iba al baño: «Por si no hubiera papel», bromeé. Ni un segundo tardé en desmentir mi broma. A regañadientes, el hombre cedió en su exceso de celo, dejándome marchar con el periódico al baño. 

Lo cierto es que, al final, el papel higiénico se había agotado, y tuve que echar mano de un par de páginas del obituario. «Don Manuel Espinosa de los Monteros y Sopelana. Abogado. Su viuda e hijos ruegan una oración por su alma», acerté a leer en el fondo del retrete, cuando ya pulsaba el botón de la cisterna.

Volví a dejar el periódico en su lugar. Bueno, lo que quedaba de él, que por otra parte era casi todo. Me despedí del vigilante, deseándole con sinceridad que pasara una tranquila tarde. Aunque, quién sabe: lo mismo prefería una vida de atracos a mano armada en un banco, en vez de su aburrida biblioteca...

No debían ser aún ni las siete de la tarde. Tenía tiempo de sobra, hasta empezar a buscar un sitio en donde pasar la noche. Se me ocurrió, que nada mejor para entretenerme que intentar echarme una novia. Caminé sin más por la acera de la sombra, y abordé a la primera joven con la que me crucé: «Hola guapa, ¿tienes novio?». En realidad, la chica era bastante fea. Pero a fin de cuentas, yo solo quería un poco de compañía y ninguna conversación, pero sí unos senos tibios sobre los que reposar de vez en cuando. Algo temerosa, la chica me miró de soslayo y pasó de largo. Tal vez la había intimidado con mi pregunta, tan directa. Volví a intentarlo con otra chica, procurando esta vez ser menos invasivo. Pero esta segunda joven era tan guapa, que por la boca no me salió ni una palabra. Me quedé en blanco, mirando como un pánfilo su cimbreante caminar, o más bien como un obseso sexual, según se alejaba de mí para siempre. Otra oportunidad perdida... Probé con una tercera chica, muchísimo más guapa que la primera, pero ni de lejos tan hermosa como la que me había dejado sin habla. «Disculpa, ¿te apetece un cielo estrellado para el resto de tu vida?». La joven me miró desconcertada, e, indiferente a mi poesía, prosiguió con su camino, igual que las otras dos. Y es que el ligoteo nunca se me ha dado bien, ni las navajas de barbero, ni tan siquiera las cuchillas de afeitar. Pero al contrario que para el rasurado, no existen maquinillas eléctricas para cortejar mujeres. Y en el caso de que las hubiere, en la calle no habría tenido dónde enchufarlas. Discurriendo sobre la falta de enchufes, decidí que me dejaría barba de talibán.

Se me antojó una magdalena, que ayudara a recomponerme de mi fracaso con las mujeres. En alguna parte debería haber alguna cafetería cuqui, de esas que sirven meriendas a base de crepes, con nata o chocolate, cupcakes, y waffles. No tardé en dar con una, en aquel barrio tan de postín. Asomé la cabeza por la puerta del local, tan luminoso como un quirófano tórrido, y pregunté a una camarera mulata de uniforme oscuro y delantal blanco, a juego con los muebles color wengué: «¿A qué hora cerráis?». Con delicioso acento dominicano me respondió que a medianoche, mi amor. El sol aún no tenía la menor intención de ponerse sobre el horizonte, pero mi paciencia era de tortuga. Me aposté en un bordillo desde el que podía divisar la puerta de la cafetería, para esperar la hora de cierre.

Según fueron retirándose el sol y el bochorno, un gentío, cada vez más numeroso, fue adueñándose de las aceras poco antes semidesiertas. Me tenía de sobra entretenido, aquel pasacalles de animosos zombis perfumados, de impecable vestimenta. De vez en cuando me entrometía en las conversaciones que alcanzaba a escuchar, y entonces se hacía la magia de que se advirtiera mi presencia. Tan absorto anduve en la contemplación del paisanaje, que casi no me di cuenta de que en la cafetería ya empezaban a colocar las sillas sobre las mesas, y a fregotear el suelo. Me acerqué y, con voz y gestualidad de contador de cuentos infantiles, le pregunté a la dominicana: «Oye, ¿no os habrán sobrado un par de magdalenas, de esas tan de perifollo?». O no les quedaban, o no me quisieron dar. Al menos me ofrecieron, dentro de una bolsa de papel con el logo impreso de la cafetería, un surtido monotemático de croasanes, resecos como el polvo del cerro por el que me había dejado caer el día anterior.

En una plaza plaza próxima, elegí cualquiera de los bancos de granito sin respaldo, y me dispuse a cenar. Compartí unas cuantas migas y un cruasán completo, con los pájaros del día siguiente, o con las hormigas. A todas las criaturas nos llega la hora de la merienda. Me tumbé sobre aquella granítica piltra, y me dejé vencer por el sueño. No hay derrota más dulce, que la que nos infringe el sueño cada noche. Y entre sueño y sueño a pierna suelta, fui matando a ese hombre inseguro y prisionero de sus miedos: el que había sido yo, antes de tomar el oficio de vagamundo despreocupado...

Comentarios

  1. Me ha recordado tu vagamundo a un "gorrilla" que dormía en la calle bajo mi ventana. Una noche de verano invitó a un colega, y ante las quejas del invitado por el número de inmigrantes pedigüeños ( le hacían competencia desleal), el del barrio le recomendaba a voz en grito que no escuchara la radio sino que se metiera en una biblioteca a culturizarse, que esa forma de pensar era de incultos.
    Hay, me parece, en muchos de tus personajes esa ingenuidad, o esa falta de malicia, que me permite mirarlos con simpatía y curiosidad.
    Un abrazo Miguel

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    1. Este relato lo escribí, básicamente, por medio de escritura automática: no tenía punto de destino, solo de salida. Lo hago de vez en cuando, si no tengo nada en concreto que contar. Así, las actitudes y acciones de los personajes derivan a lo que quieran ser o hacer. Intento mostrar el alma de mis personajes, aunque sean unos locos o monstruos. No sé si eso tiene que ver con su ingenuidad, o es la mía propia. Lo que sí pienso es que, cuando un personaje te cuenta sus sentimientos, sus "excusas mentales" para hacer lo que hace, por más psicópata que sea de alguna forma nos despierta, si no simpatía, sí cierta empatía. A fin de cuentas, todos nos reconocemos en los demás, incluso en personajes de ficción. Mis personajes toman actitudes y acciones que ni de lejos yo haría. Confieso que me divierte y libera ser cualquier cosa, mientras escribo. Bañarse y tomar el sol en pelotas en la fuente de una rotonda, tiene que ser muy liberador.

      Un abrazo, Loles, y gracias por leer y comentar.

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