Relojes

Reloj de pared de color negro
Foto por Dejan Krsmanovic

Se negaba a admitir el desbordamiento de la bolsa que recogía el polvo en la aspiradora. Miraba para otro lado de sus adentros, y seguía aspirando el suelo como si nada, en un absurdo remover de las pelusas y migas de pan que, con inmutabilidad de hormigas, se iban adueñando de la casa. Aquella era una más de las maneras que había encontrado para confundir al paso del tiempo...

De la pared de la cocina colgaba un reloj de números rotundos, firmes como militares, en formación en torno a un mástil de minuteros al que, por supuesto, había dejado de cambiar la pila hacía mucho tiempo. El tema de la basura era más complejo: si se descuidaba más de la cuenta, cada bolsa, apilada en la terraza, era como un granito gigante en la montaña de un descomunal reloj de arena. Así que se resignaba a depositarlas en el contenedor de la calle, tarea que realizaba al menos una vez al mes.

Llegó a pensar que tampoco podía hacer nada para impedir que los botes de pasta dentífrica se extinguieran, que, tras cada uso, se fueran enrollando como matasuegras sin fiesta. Hasta que un día cayó en la cuenta de que la solución era tan simple como dejar de lavarse los dientes. No habían transcurrido ni dos años, y ya las caries empezaron a adueñarse de su boca, con la misma determinación de segundero con que las bolsas de basura se le amontonaban en la terraza. Con el primer dolor de muelas tuvo que admitir que no era un buen remedio, el de la dejadez bucodental, para disimular el trascurso de los días.

Por cada cosa que dejaba de hacer, en esa tozudez suya para contravenir la obstinación del paso del tiempo, un nuevo obstáculo surgía. Si no reponía el azucarero, luego el café le sabía amargo. Un enorme inconveniente, el vicio que tenía por el café. Y para colmo, bien colmado de azúcar que le gustaba tomarlo. Aquel bebedizo parecía más bien un té moruno, por lo edulcorado. Tres cucharadas soperas de azúcar le ponía en el desayuno, invariablemente, y dos en la sobremesa. Pero qué le iba a hacer, si aquella era su manera de endulzarse un poco la vida. Con cada cucharadota, el azucarero se iba ahoyando, y al mismo ritmo sincopado (por lo del contratiempo que suponía el vaciado) el bote de latón en que guardaba el café. Mas era incapaz de resistirse, a sus transfusiones diarias de cafeína...

Se le hacía insoportable el constante vaciar de botes, tarros y cajas, y de la nevera, y de los estantes de la alacena, y sobre todo de las latas de pastas danesas, que con tanto placer saboreaba. Por eso se animó a comprar los alimentos al por mayor, y ni con esas conseguía subvertir la cuadriculada manera de ser del universo, entrópico por capricho. No daba abasto, a consumir tanto género comprado de una vez, y menos dadas su frugalidad e inapetencia, no solo por la comida, sino por la vida en general. El moho se iba adueñado de los alimentos sin prisa pero sin pausa, de similar manera que de sus dientes las caries. Y más tarde o más temprano, las fechas de caducidad de las conservas se convertían en asuntos del pasado.

Tremendo era, que no hallase la manera de disimular, no ya el transcurso de los años, sino el de los insignificantes segundos. Procuraba no contemplarse en el espejo del cuarto de baño, por no ver sus cabellos lacios cayéndole como en cascada por los hombros, cada mes más largos, cada año más grises. La última vez que afrontó su imagen reflejada en el espejo, sus mofletes flácidos le recordaron a los de un perro bóxer, el mismo rostro cariacontecido, idéntico el arco convexo y tristón de su boca. Decidió, en ese mismo instante, que escondería sus cachetes debajo de una prominente barba, no sin antes hacer añicos el espejo, de puro coraje que le entró. El grave inconveniente fue que cada pedacito de cristal se quedó, ahí en el suelo, revoloteando junto a las pelusas por los siglos de los siglos, y multiplicándole por mil su desencanto, cada vez que acudía al baño a hacer sus necesidades o a tomar una ducha.

Tal era su desbarajuste mental, que incluso donó el jamonero a un sintecho que buscaba alimentos entre la basura, solo por no ver cómo el jamón se le iba quedando en puro hueso, tras cada pedacito que le arrebataba con el cuchillo jamonero. El sintecho, obviamente, hizo caso omiso a aquel regalo inútil, y siguió rebuscando en aquella inagotable despensa de los contenedores de basura. Una especie de suerte la de quienes escarban en la basura, pensó, pues ya otros nos encargamos de reponer sus provisiones. Sin embargo, él no tenía más remedio que bajar al supermercado, siquiera al menos una vez por trimestre. Se hubiera dejado morir de inanición de no ser porque, como a cualquier mortal, le impacientaba el exceso de hambre. Aunque, eso sí, logró fácilmente su propósito de no volver a comprar jamón, ni siquiera en lonchas o al corte.

De manera similar a aquel último jamón que en su vida probara, también él, poco a poco, fue quedándose en los puros huesos. Ni cuenta se dio, de que cada día era más pellejo y menos chicha, puesto que no convivía con ningún espejo que le devolviera la verdad de su rostro enjuto, de su barba de náufrago. Y así, flaco y sin sustancia (que ni para un caldo daba entonces), un buen día fue y se murió.

Un día magnífico aquél, sin duda, de soleada y tibia primavera, de pájaros gorjeadores, de galeruca ávida de jamar hojas de olmo. Y a pesar del día tan radiante, no pudo él, por desgracia, corroborar que los segundos ya no transcurrirían más. Al menos, no en esos particulares relojes suyos a los que, por más empeño que puso, jamás logró detener mientras mantuvo un aliento de vida...

Comentarios

  1. Que sensación de hastío... Supongo que la soledad hace que pueda haber individuos así...
    Enhorabuena por la transmisión de sensaciones y sentimientos.

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    1. Mismamente yo, aunque exagerado a la enésima potencia. Resulta curioso, cuando vives solo, que pequeños detalles que antes te pasaban desapercibidos marcan el paso del tiempo. Por ejemplo, el azucarero que se vacía. Cuanto estaba en casa de mis padres, una vez me tocaba reponer el azúcar a mi y otras a mis familiares, con lo que el azucarero se vaciaba o llenaba indistintamente a mí. Pero cuando vives solo, lo que haces o dejas de hacer depende solo de ti. Incluso las pelusas acumuladas, si no las recoges, van marcando el paso de los días. Con esas experiencias he montado esta pequeña historia, y bien has sabido ver que la soledad está muy relacionada con esos relojes inevitables.

      Un abrazo, familia.

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  2. Qué agobio me estaba entrando! Descansó de esa obsesión, eso sí, sin pena ni gloria. Me ha encantado lo de la galeruca ávida de jamar... Yo estoy en guerra con la carcoma, tan ávida de madera silvestre como de muebles.
    Un placer leerte. Un abrazo Miguel

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    1. Gracias, Loles. A veces toca mostrar el agobio, sí. Cuando me echo a la escritura (como otros a la droga) procuro no medir demasiado las palabras, más allá de que describan con precisión lo que intento expresar, esa sensación en que ando sumergido.

      Un poco barroca la frase"galeruca ávida de jamar", para mi gusto algo rebuscada. No sé, ahí me la jugué. Necesitaba añadir, por si fuera poco, un pequeño matiz final de desencanto. A mi manera de ver, la vida siempre nos fuerza a contravenir la parte más voraz de su lógica. Por ejemplo, tú cuando luchas contra la carcoma. Suerte en el empeño. Un abrazo, Loles.

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