Pollas con alas

Grafiti de una polla con alas pintada en una pared
Foto por Cyberslayer
A el Nano le daba un poco igual que sus colegas le llamaran de vez en cuando el Pollas. Bueno, algo sí que le molestaba. Pero a fin de cuentas, cuando salían por la noche a pintarrajear muros por el barrio de Usera, él no dibujaba otra cosas más que pollas con alas.

—¿Pero Nano, por qué no te curras una firma guapa, en vez de dibujar tanta polla? —le apretaba Nelson, el más exótico de la pandilla, un mulato larguirucho y guasón de origen dominicano.

—¡Yo que sé! Porque me sale de la polla, y porque se dibujan rápido.

Los amigos se descojonaban con la respuesta de el Nano.

—Es porque la tiene tan pequeña que no se la encuentra —se burlaba otro de los colegas.

—Sí, sí, fijo. Además, ¿no dijo el de física que nano es algo muy chiquitico? —añadía Nelson, emulando exageradamente el habla de sus padres.

Y todos se partían de risa otra vez, pero ahora a costa de el Nano.

—¿Os la enseño, eh, queréis verla? ¡Con ella me follo a todas vuestras madres, hijos de puta!

Tantas pollas aladas estuvo pintando el Nano una noche, y tan absorto anduvo en la tarea, que sucedió lo que tenía que suceder: cuando un vecino dio aviso a la policía, fue el único de sus amigos que no advirtió la llegada de los agentes y, por tanto, también el único que acabó detenido. Por más alas que tuvieran sus dibujos no le dio tiempo a echar a volar.

—¿Pero tú eres gilipollas o qué? —Le reprendió su madre, cuando acudió a recogerlo a comisaría—. ¿Es que no sabes pintar otra cosa? ¡Que ya no eres un niño, coño, Emiliano, que tienes 16 años, ya para 17!

Al menos se libró la madre de pagar ninguna multa. Dada su situación de desamparo, los escasos recursos económicos y la circunstancia de que su ex se desentendía, mes sí y mes también, de la manutención de sus 3 hijos, contó con la mediación de una trabajadora social del Ayuntamiento para que a su hijo le fuera conmutada la multa por una pena de trabajos en beneficio de la comunidad. Un alivio para la madre aquella sanción, pero una humillación para el mayor de sus hijos: a el Nano le iba a tocar, junto a otros jóvenes artistas del gremio de los callejeros, borrar las pintadas que otros colegas habían realizado en el distrito Centro de Madrid.

8 fueron los benefactores reclutados a la fuerza, 6 chicos y 2 chicas. Además de los trabajos de limpieza, aquella cuadrilla se vio en la obligación de asistir a unas charlas para la reconstrucción de sus malos hábitos. La impartía una psicóloga a sueldo del Ayuntamiento, especialista en pequeños pecados de la juventud. En realidad, más que por ser una experta en conductas asociales, la psicóloga trabajaba en ese puesto porque en el proceso de selección no había sido ni mejor ni peor que otros candidatos, y, por su parte, en sustitución de que le saliera otra cosa mientras se sacaba la oposición que estaba preparando.

—Emiliano, ¿qué te motiva a hacer tus dibujos en las paredes de la calle? 

Tal vez la educadora esperaba que el Nano le fuera a dar una respuesta de tipo antropológico. Como por ejemplo, que pintaba pollas por doquier para autoafirmarse en su identidad de indómito, o, que de manera parecida al hombre rupestre cuando estampaba manos en las cuevas, le conducía una irrefrenable necesidad de trascendencia. Pero para el Nano, ya lo sabemos, su explicación era más que simple: si hacía sus pintadas era solo porque le salía de la polla. Por supuesto que no era tan tonto como para darle esa respuesta tan burda a la educadora, así que se limitó a decir:

—No sé. Porque me gusta dibujar, y eso...

La educadora decidió extender la cuestión a todo el grupo.

—Ya, pero ¿qué razón encontráis, todas vosotras y todos vosotros, para no hacerlas, por ejemplo, en vuestros cuadernos, o en un lienzo, como Picasso? ¿No creéis que sería un poco lo mismo?

—No sé... —se adelantó a decir el Nano—. La calle es de todos, ¿no? ¿Qué tiene de malo pintar ahí?

Aquel destilado selecto de la sociedad asintió ante la aplastante lógica de la respuesta de su compañero: estaba más que claro que la calle pertenecía a todo el mundo. La educadora trató de hacerles comprender que, precisamente por eso, porque la ciudad era de todas y de todos, no podían disponer de los muros y el mobiliario urbano como si fuera su lienzo particular. Aquel argumento de la educadora, y otros semejantes, le suponían a menudo el inconveniente de un murmullo de mercado entre los participantes a sus charlas. Ella se resignaba a reconducir el pequeño caos que sus comentarios provocaban, e iba al siguiente punto que había trazado en el orden del día.

Lo que no siempre formaba parte del orden del día eran esas sesiones con la educadora. No se libraban los chavales, eso sí, de salir cada día a la calle a limpiar pintadas. Les enfundaban en unos monos blancos desechables que, de alguna manera, eran una forma más de humillarles, aunque, eso sí, por su bien, para que no se mancharan. Como si a ellos lo de mancharse con pintura les importara lo más mínimo. Así disfrazados, más que borrarlos repintaban por encima los grafitis con una pintura similar a la de las paredes. Quedaba entonces un manchurrón medio disimulado que probablemente serviría de impecable lienzo para que nuevos grafiteros dejasen su huella. Aquella era una lucha sin tregua entre pintores callejeros y el Ayuntamiento. Pero lo importante era, de momento, borrar cuanto antes, de la memoria de muros y mobiliario urbano, todo rastro del paso de una incivilizada civilización.

Aunque no todas las pintadas eran eliminadas. Como los ninots de las fallas, algunas recibían el indulto.

—¿Y esta no la borramos?

—No chavales, esta no —decía el profesional de la limpieza que había designado el Ayuntamiento para  dirigir las operaciones de aquella particular cuadrilla—.  Esto es un mural que han hecho los de la asociación de vecinos.

—¡Pues vaya puta mierda de mural!

—¡Venga, Karina, que no está tan mal! —intentaba conciliar el más sensato de la cuadrilla.

—¿Pero qué dices? Seguro que cualquiera de nosotros pintaría algo mejor. ¿Verdad que sí, Nano?

—Pssss. Sí...

Le molaba a el Nano la tal Karina, una chavala a la que sacaba año y medio de diferencia, pero que le superaba de sobra en talento y personalidad. Ella le había enseñado un cuaderno y lo había flipado, con sus bocetos guapos de firmas y grafitis que tenía allí dibujados. Le daba vergüenza confesarle a la chica que él solo dibujaba pollas con alas.

—¡Qué guapo este! ¿Pone Karina, no?

—Obvio. Es mi firma, en plan to' chula. Algún día la pintaré a lo grande.

—Mola mazo. Me la podrías dar, como recuerdo.

Lo que son las cosas: ahora que faltaban solo 2 días para que finalizase su condena de apenas 9, no quería el Nano, en cierto modo, que terminase. Le daba bastante bajón, el pensar que igual ya no volvería a ver a aquella chica. Por eso, por mantener algún recuerdo de ella, se había animado a pedirle aquel dibujo.

—¿Pero qué te voy a dar, Nano? Anda y no digas chorradas.

—Pues déjame por lo menos que le tire una foto con el móvil.

—Bueno, vale, eso sí.

Tras la rutina mañanera de repintar paredes, volvía el Nano al monótono nada qué hacer de por las tardes en el barrio. Se juntaba en la plaza Romana con los colegas y entre todos se fumaban algún que otro canuto. Eso cuando había. Lo que nunca faltaban eran las bromas y burlas.

—Es que eres un parguela, Pollas. Mira que dejarte coger...

—Y encima un traidor. ¿Cuántas pintadas has borrado hoy?

—¡Yo qué sé!...

—Anda, Pollas, acompáñame adonde los chinos, a por un bote de espray, para que te reformes.

—¿Tienes dinero?

—¡Qué voy a tener!

—Entonces yo paso. Lo que me faltaba, que me pillara el chino sisándole, y que mi vieja se enterara.

—¡Eres un mariconazo!

—¡Sí, tiene una nano polla! Vas a ver cuando te la vea tu amiga, la que va contigo al reformatorio. La vas va a desilusionar.

—¡Iros todos a tomar por culo, cabrones!

Se irritaba el Nano, y el resto se divertía. 

Menos gracia aún que las bromas de sus colegas, le hizo el temido día de la despedida. Andaba entretenido tapando la última de las pintadas de su condena, cuando Karina lo reclamó:

—¡Anda, Nano, ven!

—Nano, te llama Karina.

—¿Qué quiere esta? ¿QUÉ QUIERES?

—¡QUE VENGAS UN MOMENTO, HOSTIAS!

Dejó el Nano la brocha dentro del bote de pintura y acudió solícito como un corderillo, adonde le reclamaba Karina.

—¿Qué quieres, pesada?

—Anda toma, tolai.

Le sorprendió Karina con un regalazo de última hora, arrancando de su cuaderno de espirales la hoja con la firma que tanto le gustaba.

—Joder, gracias tía.

Ganas le entraron de darle un beso como en las películas, allí en medio de todo el grupo, enmarcados los dos con el arco del triunfo de Moncloa que tenían como telón de fondo. Pero simplemente el Nano bajó la vista hacia los adoquines salpicados de pintura, y ahí acabó la cosa. Toda su ilusión la postergó, en su imaginación, a la esperanza de que algún día quedaran para volver a verse.

Poco más tarde, los muchachos tomaban el piscolabis del adiós, junto a la educadora y el capataz.

—Bueno, chavalas y chavales  —tomó la palabra la educadora, alzando su Coca-Cola—. Un placer haberos conocido. Pido un aplauso para todas y todos, porque, de verdad, que os lo habéis currado.

Todas y casi todos irrumpieron en un aplauso, alguna y alguno, más que con entusiasmo, con cierto sabor a delicioso pastel que se acaba.

—Y confío en que no volváis a las andadas, que ya sabéis lo que os toca.

Momentos más tarde, en una encrucijada de la estación de metro de Embajadores, Karina y Emiliano entorpecían el acelerado transitar de los pasajeros que intentaban alcanzar el metro.

—Bueno, Nano, tú tiras pa' la verde y yo pa' la amarilla. A ver si un día te pasas por mi barrio y nos pintamos algún grafiti a pachas.

—¡Ufff, San Blas! Es que eso me pilla a tomar por culo. Vente tú un día a Usera, y te presento a mis colegas.

—En el quinto coño, está eso pa' mí.

—Ya...

—¡Venga, Nanín, que me piro echando leches, que parece que viene mi metro!

Todavía alcanzó Karina a darle un beso de despedida a Nanín, que quedó impreso, ahí en su mejilla, con la tenacidad de un grafiti indeleble sobre el muro solitario de un descampado.

Durante los días siguientes, Karina y el Nano se intercambiaron mensajes de móvil con asiduidad. Aunque estos amores adolescentes, como casi todo, mal resisten el paso de las horas distantes, y ya a la semana siguiente el Nano empezó a ver que la chica no le correspondía con su mismo afán. Sentía extrañamente no que Karina se fuera alejando de su órbita, sino que era él el que quedaba desconectado de ella, como un astronauta al que se le corta el cable que lo mantiene unido a su nave espacial. 

Tales eran el desasosiego y la tristura de el Nano, que por las paredes del barrio, en vez aparecer pollas volando, empezaron a verse cursis corazones, rodeando, invariablemente, a la misma declaración de amor: «KARINA TE AMO MI REINA».

—Estás que no cagas por esa tía—le dijo a el Nano uno de sus amigos, mientras el grupo de colegas contemplaba el mural de tonos morados, que andaban dibujando dos artistas de un conocido colectivo de grafiteros, sobre el muro que bordeaba el instituto.

—¿Y esa quién es? —preguntó Nelson a uno de los muralistas.

—Liudmila Pavlichenko.

—¿Quién? —preguntaron a coro el mismo Nelson y otro chaval.

—Una francotiradora que luchó contra el fascismo.

—¡Ah! —dijo Nelson, medio disimulando que había comprendido.

—Oye, ¿os habréis gastado un pastizal en toda esa pintura? —preguntó el Nano.

El muralista ofreció al chaval una sonrisa por respuesta, porque para qué le iba a dar explicaciones de qué era un mecenas y quién era el suyo. Viendo la mirada golosa de el Nano, pensó que igual a él y a su socio más les convenía no dejar demasiado a la vista todo ese montón de material con el que estaban realizando su enorme dibujo. De inmediato replegó sus recelos y siguió pintando, como si nada.

En estas apareció una de las profesoras de plástica del instituto.

—¡Anda, no molestéis a estos artistas tan majos, que han venido a pintarnos este mural tan bonito!

—¡Si no estamos molestándoles, profe —se defendió Nelson —, ¿verdad que no?

Los dos muralistas sonrieron, sin parar de pintar.

—A estos —prosiguió la profesora—, no les deis demasiada bola que si no no os los quitáis de encima en todo el día. Bueno, ya sabéis, cualquier cosa que necesitéis estamos adentro.

Volvió a entrar la profesora en el instituto.

—Pues os está quedando guapísimo —sentenció Nelson con la autocomplacencia de un crítico de arte—. ¿Lo ves, Nanín? Si le hicieras una pintada, así tan chula, a esa chica por la que pierdes el culo, seguro que la tenías comiendote la pollita esta misma tarde. Claro que se tendría que traer una lupa, para encontrártela.

Los colegas se mondaron de risa, con la última ocurrencia del dominicano.

—¡Sois unos gilipollas! ¡Para qué tuve que contaros nada!...

Le jodía a el Nano que sus colegas empezaran a llamarle, también, por ese apelativo tan ñoño: Nanín. Incluso en ocasiones Nanín el Pollas. Ya lo que le faltaba.

Tras las risas de turno, la pandilla se despidió y cada cual se fue para su casa, a comer, que ya iba siendo hora. Por fin los dos muralistas pudieron hacer su trabajo en paz.

No obstante las burlas, dio el Nano por excelente la idea que, casi sin querer, le había ofrecido Nelson. Quizá su colega tenía razón, y si hacía un grafiti «guapo, guapo», igual lograba de nuevo establecer conexión y complicidad con la tripulante Karina, la comandante de su nave. Así que pidió ayuda a los colegas a sabiendas de que eran un poco cabrones, porque no se la iba a pedir a su madre.

—¡Joder, Nanín, sí que estás que no cagas por esa tía! —dijo Nelson—. Si yo te lo dije por decir, lo de que le hicieras un grafiti...

—¿Y qué le vas a hacer? —dijo otro de los muchachos—. Porque tú solo sabes dibujar pollas con alas y corazones.

—¡Pues un corazón atravesado por una polla enorme! —dijo otro.

Los chavales se descojonaban, como siempre.

—¡Callaos ya, mariconazos! Esto.

El Nano desplegó la hoja que guardaba en uno de los bolsillos del pantalón, y mostró a sus colegas el dibujo que Karina le había regalado.

—Pues está guapa la firma esa. ¿Te la has currado tú?

—Claro —mintió el Nano.

—Esta noche mismo nos ponemos a ello —dijo otro de los colegas—. ¿Pero dónde lo pintamos? ¿Y con qué pintura?

Sabía el Nano que sus amigos no le fallarían. Se citaron después de cenar en la plaza Romana. Entre todos aportaron los botes de espray que pudieron conseguir, restos en su mayoría, y alguno que otro comprado o escamoteado en las tiendas de los chinos.

El Nano dirigió a sus amigos hasta la calle de detrás del instituto. Era muy poco transitada, y ahí había muros de sobra para escoger, aunque no tanto espacio que estuviera libre de pintadas.

—Aquí mismo —dijo el Nano.

—¿Sobre esa polla? Pero si la pintaste tú.

—Me da igual que la tapemos.

Se pusieron pues a la tarea de pintar el grafiti. El que más maña se daba dibujó los contornos principales de las letras, en trazos de color negro, más otro blanco exterior más grueso. Luego, entre todos fueron rellenando los huecos, con esprays de colores fuscia y rosa palo. Cuando el trabajo estuvo acabado se podían leer bien clarito, a pesar de la pobre iluminación que ofrecían las farolas, las dos palabras sobrepuestas que conformaban aquella firma enorme de letras robustas: KARINA SUPERSTAR. El Nano comparó el resultado con el original del papel:

—Las eses han quedado un poco regular, ¿no?

—¿Qué quieres Nano? —se defendía el que las había replanteado—. Si las hubieras dibujado tú te habrían quedado como pollas.

Y risas como de costumbre, en medio de la noche silenciosa.

Esperaron a la mañana siguiente para que, nada más salir del instituto, el Nano se fotografiara junto al grafiti, cuando mejor lucía el sol.

—Venga, ponte a un lado de una vez, y deja de hacer el gilipollas.

—¿Qué tal así? —pedía el Nano confirmación a sus colegas, mientras iba haciendo poses de rapero: ahora con los brazos cruzados; luego con las manos a modo de pistolas, apuntando con los índices y los pulgares en alto; después con las manos como peines retorcidos y desdentados... Y en todos las situaciones, con la capucha de la sudadera puesta sobre la cabeza.

No tardó el Nano en recibir en su Whatsapp una nube de corazoncitos y otros emoticonos felices, nada más enviarle a Karina aquellas fotos que le acababan de tomar los colegas. «OMG!!! Me encanta!!!», fue la respuesta en texto de ella, acompañada de una segunda nube de corazoncitos y estrellas, más un unicornio que también se coló.

Como pocas veces en su vida sintió el Nano, en aquel momento, la seguridad y confianza de esos machos alfa que nunca dejan escapar el menor bocado. También él supo lanzar su dentellada: «Cuando vienes a Usera pa verlo en persona?» De seguido le respondió Karina: «Este sabado x la tarde podria ser?».

—¡Toma, toma, toma! ¡El sábado, el sábado, el sábado! —gritó eufórico a sus amigos.

—¿El sábado qué?

—Que viene Karina.

—¡Hostias, el cabrón del Nanopollita, que al final se sale con la suya!

—Bueno, bueno, que no se haga tantas ilusiones que hoy es miércoles —chinchó un poco Nelson—. Ya se sabe con las tías: hasta el sábado, esa niña puede cambiar de opinión tres mil veces.

—Ya —se deshinchó un poco la confianza de el Nano.

Ni por asomo imaginaba el Nano que su desazón no le vendría de parte de Karina, que por otra parte era una chica que tenías las cosas bien claras, y que rara vez se desdecía de sus decisiones. Fue el Ayuntamiento quien vino a trastocar todos sus planes de fin de semana, al día siguiente de que dejaran plasmado sobre el muro aquel grafiti superlativo de tonos rosas. 

—Nano, tío —le dijo uno de los colegas, que llegó tarde al instituto esa mañana de jueves—. He visto a unos tíos vestidos como para una guerra nuclear, que van borrando las pintadas de las calles.

El Nano dio por hecho que otra vez sus colegas le estaban tomando el pelo.

—¡Te lo juro por Dios, que se muera ahora mismo mi madre si es mentira!

Salió el Nano escopetado del instituto cuando terminaron las clases, a ver si aún seguía su grafiti incólume sobre el muro. Le dio un vuelco el corazón, cuando se cruzó con la cuadrilla de jóvenes enfundados en sus monos desechables blancos, que iban ya de vuelta tras sus labores de repintar paredes. Se reconoció en ellos, como quien se reconoce en uno de los personajes que aparecen en una de sus pesadillas. Los pasó de largo y continuó corriendo hasta el lugar en que habían dibujado la firma de Karina Superstar. Entonces respiró aliviado: ahí seguía su dedicatoria, aún más resplandeciente si cabe, pues algunas de las pintadas que poco antes la rodeaban habían sido ya cubiertas con pintura gris. Sobre el lienzo de ladrillo y cemento, lucían majestosas las letras fucsias y rosa palo, igual que las Meninas en su pared del Museo del Prado. 

Ya más tranquilo, regresó el Nano a las puertas del instituto. Sus colegas lo recibieron como quien ve llegar a un amigo que viene de visitar a su madre en el hospital.

—¿Qué?

—Ahí sigue. Espero que no lo borren, al menos hasta el sábado.

—A las que no van a borrar seguro, es a estas chapeadoras —comentó Nelson en tono burlesco, señalando el mural que el colectivo de grafiteros ya había finalizado.

Todos rieron. La broma del dominicano consiguió relajar la tensión del momento, a costa de la dignidad de aquella panoplia de mujeres desconocidas para los chavales.

—¡Joder, Nelson, cómo te pasas! —dijo el Nano— ¿Qué t'an hecho a ti estas señoras? A lo mejor alguna es tu vieja! ¡Mira, esta negra!

—¡Qué negra, mamagüevo, si son todas moradas! Mira, esta flaca es la tuya.

Por la tarde, el Nano tuvo que acompañar a su madre al ambulatorio. No a esa flaca pintada en la pared, sino a la de verdad. Se había torcido un tobillo y tuvo que servirle a modo de muleta.

—Emiliano, ¿es que no tienes otra cosa que hacer más que mirar el móvil? —le increpó la madre, mientras esperaba a ser atendida.

Apenas desprendió Emiliano la mirada de la pantalla para responder:

—¡Ay, déjame!

Suspiró exageradamente su madre, y él, con gesto enfurruñado, prosiguió con lo suyo. Que por supuesto, no era otra cosa que intercambiar mensajes con Karina.

Durante las clases del viernes Emiliano estuvo aún más ausente que de costumbre. Cada segundo de aquella mañana lo sitió con un peso de horas, igual que un condenado a muerte en la temerosa espera del alba, pero que aún mantiene la esperanza de que en el último momento le llegue la gracia del gobernador.

Aunque para saber su suerte, ni siquiera tuvo que esperar, el Nano, hasta el final de su noche particular:

—¡Nano, qué hijos de puta: lo han borrado!

Qué paradójico solaz: le comunicaron aquella fatídica noticia durante el recreo.

Emiliano quedó desolado, y sin gana alguna de comprobar por sí mismo la veracidad del no indulto. No obstante sacó fuerzas de flaqueza, y en compañía de los amigos fue a contemplar aquel manchurrón grisáceo con el que habían ocultado su palpitante declaración de amor.

Ahora tenía que decidir si contarle a Karina la mala noticia. Prefirió no hacerlo de momento, pues temía que ella anulase la cita. Inconscientemente, presentía que la chica se había animado a visitar el barrio más por ver la pintada que para verlo a él. En su descargo, al menos le había enviado las fotos del grafiti, irrefutable prueba de su amor incondicional. Ya el sábado por la tarde improvisarían los acontecimientos cualquier cosa que tuviera que suceder...

A media mañana de aquel sábado, se cruzó el Nano en la calle con uno de sus colegas.

—¡Ey, Nano!, ¿dónde vas?

—Ahí al mercado, a un mandado de mi madre.

—¿Has visto la de pollas que hay pintadas por todas partes? Seguro que has sido tú.

—Yo no digo na', que luego to' se sabe —se sonrió el Nano.

Aquel día había amanecido medio barrio sembrado de pollas con alas. Había pollas volando por todos lados, pequeñas, medianas, y también alguna grande: en cajas de registro de electricidad, sobre los postes de las señales de tráfico, o en cada una de las columnas, sin excepción, de la plaza Romana. 

—¡Qué cabrón! Si has sido tú, ya te vale, el pollón que has dibujado en el mural del instituto. Ya me estoy imaginando la cara del director y los profes cuando lo vean.

Los dos amigos se morían de la risa.

El mural que con tanto primor habían dibujado aquellos dos artistas, había sido mancillado por una enorme polla voladora que lo atravesaba de lado a lado, con burdas gotas que simulaban ser lefa, salpicando a cada una de las mujeres allí representadas. Una pena que el Nano, o quien fuera, hubiera vandalizado aquella bonita obra de arte callejero subvencionada por el Ayuntamiento, dentro de un programa cultural cuyo lema era «Arte urbano participativo para dar voz al barrio». O igual, simplemente, el mural había sido completado por ese artista anónimo y un tanto naif, que a su manera había querido también participar.

—Bueno, tío, te dejo que si no luego mi vieja me va a dar la turra.

Continuaba el Nano ya para el mercado, y aún le preguntó su amigo.

—¿A qué hora has quedado con la tía esa esta tarde?

—Sí, a ti te lo voy a decir, pa' que luego estéis todos ahí alrededor, dándonos el coñazo. 

—¡Qué cabrón, la quieres pa' ti solo!

—Si eso, luego os doy un toque, para que os conozca.

—Ok man.

Faltaban diez minutos para la hora convenida, las cinco de la tarde, y ya estaba ahí clavado el Nano comiéndose una piruleta, apoyado en el muro de la boca del metro de Usera, salida Amparo Usera. De vez en cuando, volteaba la cabeza y miraba por encima del muro hacia abajo, adonde las escaleras, para ver si su cita por fin aparecía. Pasados 10 minutos de las cinco, apareció Karina, subiendo tímida las escaleras. El Nano arrojó al suelo el palo de la piruleta y acudió a recibirla.

—¡Jo tía, una hora que has tardado! Tengo ya tortícolis en el cuello, de tanto esperar.

—¿Tortícolis?

Ahora a el Nano le quedaba lo más difícil: confesarle a la chica que su firma había sido eliminada. Prefirió esperar un poco más, y hacerlo delante del muro.

De camino, pasaron por la calle del instituto, junto al mural vandalizado.

—Me he fijado —habló Karina— que en este barrio estáis un poco obsesionaditos con las pollas.

—¿Sí, no? Ya ves, cómo han dejado el mural...

—¿Y quiénes son esas?

—Ni puta idea.

—Pues que les den. Si por lo menos alguna fuera la Rosalía... 

—O C. Tangana.

—Entonces sí que me rallaría mazo...

Ya delante del muro revestido de pintura nueva, llegó el momento en que el Nano reveló, a la chica que tanto alteraba sus emociones, el triste final de ese grafiti que no había logrado sobrevivir ni un par de días. Para su alivio, Karina se mostró comprensiva:

—¡Qué hijos de puta, los del Ayuntamiento! Se creen que los muros son solo de ellos...

Y allí mismo, ante el gran manchurrón del repintado como dos padres frente al nicho de su hijo muerto al poco de nacer, Karina pasó los dedos juguetones de su mano izquierda por el cogote de Nanín. Poco a poco fue subiendo esa mano hasta lo alto de Nanín, y sus dedos caminaron como si la mano al completo fuera una enorme tarántula de peludas patas, dándose un garbeo por sobre la cabeza. Y ya por último, con la mano que le quedaba libre, agarró a Nanín por la sudadera y lo atrajo hacia sí, y le dio un beso goloso en los labios.

—¡No te preocupes, Nanín! Si lo han borrado, entre tú yo yo podemos pintar otros como este, incluso mejores y el doble de grandes.

—Lo que nos salga de la polla —quebró Nanín todo el halo romántico que Karina se había encargado de construir. Pero ella lo reconstruyó enseguida, dándole otro beso...

—Sabes a piruleta.

—Ya... Es que me he comido una.

—Anda, dame un poco más.

Y ella se lo volvió a comer, a su Nanín, y le supo rico el regusto a piruleta...

Comentarios

  1. Hay ternura entre esos dos por más que dibujen pollas o borren las pintadas a manchurrones agrisados.
    Tienes un don para inventar personajes.
    Me alegro de verte otra vez por aquí, te echaba de menos. Un abrazo Miguel.

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    1. Gracias Loles, siempre me infundes ánimo es este vagabundaje en solitario, que es el escribir. Sí, es que este mes he estado bastante liado, terminando un curso y haciendo un corto que todavía no he acabado.

      Sí, hay ternura en los personajes, como en todos nosotros. En esta historia quería hablar de la libertad del individuo frente a lo normativo de las instituciones y lo grupal. Un año trabajé en la parte que borraba pintadas, mientras que por otro lado fomentaba o protegía otro tipo de pintadas.

      Un abrazo, Loles.

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    2. Que tiempos de juventud useril.
      Muchos recuerdos de aquella época kandilesca.
      Enhorabuena.

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    3. Ya ves, Raúl. Bien has visto que aquellas vivencias nuestras del pasado alimentan hoy mis relatos. Cuando escribí este me acordaba de Cristian, que se había diseñado su propia firma, "Dose", o algo así, creo que era. Y también he intentado reflejar la actitud rebelde de los chavales. Un abrazo y gracias mil, por pasarte y comentar.

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