Mañana, otra novela

Pluma de escribir dorada sobre una hoja de papel blanco con algunas letras
Foto por Athanasius

Recién amanece en Cerro María. Pedro Ignacio, en el soportal de la plaza del mercado, nada tarda en armar su breve puesto de escribiente, junto a la columna de todos los días: una pequeña mesa sobre la que apoyar la Remington y los papeles, más dos sillas plegables, una para él y otra para los clientes. Luego se sirve de un termo un poco de mate caliente y se pone a leer un libro, para calentar el cuerpo lo primero e ir agudizando el ingenio lo segundo. A su alrededor, un revuelo adormilado, de vendedores que van montando los demás puestos del mercado, apenas logra distraer su atención. Entre sorbo y sorbo de mate pasa una página, dos, tres, de su libro. Estamos a martes y lo lleva bien avanzado; poco trabajo últimamente. Para esta semana ha escogido «El albacea de un criminal», una novela corta muy propia para su labor de redactor improvisado: el protagonista, hombre de confianza de un criminal, se encarga de sus gestiones administrativas. Pedro Ignacio, aparte de realizar todo tipo de papeleos oficiales para sus clientes, escribe cartas para parientes lejanos, o alguna que otra de amor. En definitiva, su labor consiste en facilitar los trámites y la palabra escrita a los iletrados de Cerro María, a cambio, eso sí, de un cómodo emolumento.

«¡Pero cuánto analfabetismo hay en el mundo!», clama indignado el señor Obdulio. El colega de profesión tiene su puesto justo al otro lado de la columna. «Y que nunca nos falten, señor Obdulio, los analfabetos», responde Pedro Ignacio, sin apartar la vista de su novela. Parece que le ha puesto de mal humor al señor Obdulio la noticia que acaba de leer en el diario: el alcalde anuncia a todos los vecinos de Cerro María que será obligatorio vacunarse contra la viruela. Quienes no acaten la medida serán sancionados con una elevada multa. «Si la gente no fuera tan burra, no habría que forzarla a nada», sentencia el señor Obdulio. Levanta Pedro Ignacio la mirada del libro, antes de responder: «Y que no nos falten los burros, Obdulio, que nunca nos falten». Algo comenta entre dientes el señor Obdulio; parece empeñado, esta mañana, en no dejar a Pedro Ignacio que se concentre en su novelita.

Llega el primer cliente, y escoge al señor Obdulio: necesita una petición formal, dirigida a la municipalidad, «para que se me permita no permitir el paso por el paso que pasa por una propiedad de mi propiedad». El interesado añade que está más que harto de retirar las inmundicias que arrojan algunos paseantes en su parcela. «Hasta se orinan como perros». Va a responder el señor Obdulio aquello de que hay mucho analfabetismo y burro suelto campando a sus anchas por el mundo, en definitiva, muy poca civilización, pero se reserva la opinión y comienza a redactar sin más el escrito que le demandan, cuando cae en la cuenta de que probablemente su cliente no sepa leer ni escribir.

La mañana va transcurriendo sin anécdotas dignas de salir en los diarios. Según avanza, un gentío animoso va abarrotando la plaza y el mercado. Los charlatanes vociferan las excelencias de sus productos milagrosos: quitamanchas y crecepelos, alivios para el resfrío o las molestias estomacales, alguno también para el mal de la tristeza... Y todo tipo de perfumes y ungüentos embellecedores, para las señoras más seductoras y coquetas. Las verdulerías ofrecen la amplia gama de semillas, frutas y tubérculos propios de la región: quinua, maracuyás, papayas, mangos, yucas, camotes... Un olor mezcla de fritura, dulce y especias, atormenta las pituitarias de quienes aún no han desayunado. En un puesto de telas se arremolina una muchedumbre de mujeres; otro de herramientas parece que sólo interesa a los varones. Junto a su columna y máquina de escribir, Pedro Ignacio avanza en la lectura de su novela sin que nada de lo que sucede en la plaza le perturbe. Ha transcurrido toda la mañana, y ningún cliente ha venido a interrumpirle.

Un alto en la lectura para almorzar. El señor Obdulio es afortunado: todos los días su esposa le acerca una tartera con alimentos que ella misma ha recién cocinado. Pedro Ignacio tampoco se resigna a comer frío, y se acerca a recoger la comida que le tienen preparada en uno de los puestos. Hoy toca arroz con pollo. Allí mismo, junto a sus máquinas de escribir, los dos colegas dan cuenta de sus respectivos almuerzos.

Tras la comida, vuelta a lo mismo: el señor Obdulio a su periódico, y Pedro Ignacio a su novela. Y a confiar en que llegue algún cliente.

La novela, ya en su tramo final, está de lo más interesante: el protagonista se dispone a leer el contenido de una carta que su jefe le confió, antes de morir en extrañas circunstancias. Nadie sabe dónde escondió el muerto las alhajas y el dinero que robó a sus víctimas, así que tal vez la carta revele ese lugar secreto. Tan absorto anda Pedro Ignacio en la lectura, que no advierte a la joven que tiene delante. Está dudando entre él y el señor del periódico. Le hace decidirse por Pedro Ignacio ese aire que trae de poeta distraído, con sus cabellos de recién levantado, la incipiente barba, las lentes redondas al filo de la nariz, y ese libro abierto que parece robarle toda la atención. «Perdone señor, ¿cuánto me cobraría por ayudarme con una carta para mi enamorado?».

«¡Bien empezamos la jornada!», se anima a sí mismo Pedro Ignacio. Nada le regocija más, en lo relativo al trabajo, que la escritura de cartas de amor. Ya quisiera él dedicarse en cuerpo y alma al oficio de escritor, más que al de escribiente. En una carpeta acumula un sinnúmero de cuentos que sueña algún día con publicar. Pero al margen de sus sueños y aficiones, ahora debe postergar el desenlace de la novela y fijar un precio por sus servicios. Le ofrece primero la silla vacía a la joven, para que se siente. Está de acuerdo la joven con el precio que Pedro Ignacio le dice. Aunque antes de empezar con la tarea, necesita el escribiente recabar cierta información:

—Nombre de su enamorado.

—Romualdo Quispe.

—Localidad.

—Aquí cerca de Cerro María, en las casas que hay junto a la carretera, según se va hacia Valle Grande.

—Principal motivo de la carta.

La joven mira tímidamente hacia el lado del señor Obdulio, antes de de responder a ese otro hombre que la interroga, con aire más de bohemio que de confesor.

—Me dejó encinta mi novio y ahora no se aviene a casarse.

Pedro Ignacio levanta la vista del papel en que toma sus anotaciones y mira a la joven por encima de sus lentes. El rictus de ella es firme y decidido, nada risueño. Tiene la típica piel curtida de los campesinos andinos, aunque claramente su rostro es como de veintipocos años.

—Me anda dando largas el muy mañoso, con la excusa de que necesita tiempo para pensárselo.

No hace ningún comentario Pedro Ignacio. Agacha de nuevo la cabeza hacia el papel y prosigue con sus anotaciones.

—Por más que le apuro no entra en razón, y yo no tengo mucho tiempo. Si ha de decidirse, que lo haga de una vez o le buscaré otro papá a lo que viene en camino. Aunque yo no quiero a otro, sino a él. Por eso si usted me pudiera ayudar con una bonita carta que remueva sus sentimientos, le estaría muy agradecida.

—¿Cuál me dijo que era el nombre de usted?

—No se lo dije: Atilana Huamán.

Atilana observa la estilográfica garabateando su nombre en el papel, como quien contempla un espectáculo prodigioso. Ya sólo le faltan un par de datos a Pedro Ignacio, para empezar a componer la carta.

—¿Está al tanto su familia de su situación? ¿Tiene usted algún hermano varón en edad adulta? 

A la joven le parece un tanto extraña la curiosidad que tiene el escribiente acerca de sus hermanos. No obstante responde sin titubeos:

—Sí, siete hijos trajo al mundo mi mamá, tres varones y tres hermanas. Una de mis hermanas murió al poco de nacer yo, la pobrecita. El resto, ya todos estamos creciditos, aunque no todos casados. Sólo una hermana, la menor, tiene conocimiento de mi situación; ni siquiera mis papás saben.

Pedro Ignacio anota con diligencia los datos que le parecen relevantes.

—Está bien, Atilana, por mí es suficiente. Si lo prefiere puede esperar ahí sentada, o darse una vueltita por el mercado.

—¿Va a tardar mucho?

—No demasiado. No más de 10 minutos.

La joven prefiere quedarse a mirar. No le descompone a Pedro Ignacio que lo contemplen mientras hace su labor, ya está más que acostumbrado. Echa un poco a un lado la máquina de escribir, para hacer más sitio en la mesa. En el caso de las cartas personales, y más aún en las de amor, le parece más apropiado escribir de su puño y letra. Toma una hoja de papel verjurado, color crema, y comienza con el protocolo habitual: «Querido Romualdo:». Tiene el escribiente una letra amplia y redonda, inclinada pero muy legible, que a Atilana se le asemeja a esos bordados primorosos y floreados que vio componer a las monjas clarisas, aquella vez que su madre la envió con un mandado al convento.

Sondea Pedro Ignacio su imaginación antes de entrar en profundidades. Luego escribe: «Las quebradas andan repletas de huesos quebrados, así de quebrados como empieza a estar mi paciencia». Pedro Ignacio piensa que tal vez demasiados quiebros ha dado, pero total, ya lo escribió. Prosigue con la amorosa carta: «Me pides tiempo, amor mío, pero los días también se van quebrando, y pronto no alcanzarán para disimular mi estado de buena esperanza». Se da cuenta el escribiente de que sigue entre quiebros y requiebros, pero le parece bien y decide continuar por la misma quebrada. «Quebrada también veo mi esperanza de casarme algún día contigo, y no menos quebrados van a estar pronto los ánimos de mi familia, en cuanto adviertan mi panza hinchada, y todo mi espíritu desinflado. Ya te aviso que mi papá es hombre iracundo y porfiado, así como mis hermanos, los tres, que no le andan a la zaga. Y encima mi madre y mis hermanas son muy de espolearles, como a gallos de pelea. En su determinación, son los varones de mi familia como ese cóndor que pacientemente espera la agonía final del pobre animal que le servirá de alimento. Y si por lo que fuera el animalillo no acaba de expirar, lo apresa con sus garras y lo remonta hasta las nubes, para precipitarlo contra el fondo de la quebrada, y ayudarlo a decirse hacia su suerte final. Tu suerte ha llegado, mi amor, la de casarte conmigo». 

Hace un alto el escribiente en su labor de emisario del amor. Atilana lo observa tomando de nuevo su libro y hojeándolo, hasta que da con la frase que anda buscando. Tras un punto y aparte, la transcribe literalmente en la carta: «No quisiera yo que te pasara nada, pero a veces las cosas pasan aunque uno no quiera». Cierra el libro y continúa Pedro Ignacio tirando de su propia inventiva: «Me refiero a que, como comprenderás, te prefiero con los huesos enteros y no quebrados, y más ahora que nuestro bebito va a necesitar un papá sano, fuerte y hacendoso». 

Finalmente concluye ese poeta que en el fondo es Pedro Ignacio: «Amo cada uno de tus huesitos, vida mía. Siempre tuya, Atilana». Luego toma el sello de papel secante y enjuga el exceso de tinta, antes de entregarle la carta a la joven Atilana.

—Ahí tiene su carta.

Atilana agarra del revés la carta, recorriendo por un momento los renglones con la vista.

—¿Haría el favor de leérmela, señor escribano?

—¡Claro, para eso estamos!

Pedro Ignacio acomoda la voz, carraspea, antes de comenzar a leer:

«Querido Romualdo: te amo mucho».

Más que leer, interpreta las palabras en un tono melodioso, igual que un actor en el papel de un enamorado. Alza tanto la voz y con tal grado de sentimiento, que, desde por encima de su periódico, el señor Obdulio no puede sustraerse a la curiosidad de mirar y escuchar.

«Ahora que estoy encinta, soy muy feliz, por llevar algo dentro de ti en mí, que me acompañará para el resto de mis días. Me desvelo en mitad de la noche, amor mío, deseando estar a tu lado, y si miro por la ventana, la luna, y cada una de las estrellas, me recuerdan en todo a ti».

El señor Obdulio está pasmado con la cursilería que recita su colega. Sigue improvisando Pedro Ignacio:

«Y es que no veo llegar el día en que nos casemos, para que mi dicha y la tuya sean completas. Mis papás van a estar encantados de conocerte, así como mis hermanos. Son todos muy buenos, ya verás; también ellos te van a querer mucho, aunque no tanto como yo.

»Mi corazón palpita cuando pienso en ti, con similar afán al de una linda mariposa que bate las alas en el cielo azul. Decídete pronto, cariño mío, que la felicidad nos está esperando.

»Siempre tuya, Atilana».

El señor Obdulio anda con el ceño fruncido: no tiene muy claro si le indigna más el recital que acaba de presenciar, o la columna de opinión que leyó hace un rato en el diario. En cambio, la expresión de Atilana es ahora amable y relajada. Mientras saca el dinero para pagar al escribiente, éste dobla con esmero la carta por la mitad, y luego otra vez por el medio. Así doblada, en cuatro partes, la introduce en un sobre. La imprecisa dirección que le dio Atilana le hace dudar.

—¿Qué señas escribo en el sobre?

—No hace falta que ponga nada, que ya yo haré llegar la carta. Sólo escriba el nombre, Romualdo Quispe.

Aparte del nombre, Pedro Ignacio dibuja un par de corazones y una florecilla. Atilana recoge la carta, entrega el dinero y se marcha feliz.

El señor Obdulio no puede resistirse a comentar:

—Demasiado dulce de leche en sus argumentos, ¿no cree?

Pedro Ignacio ya tiene su novelita entre las manos; está deseando ver cómo concluye el asunto del botín oculto del criminal.

—Yo sólo me debo a mis clientes, compadre; así es la literatura.

—¡La mala literatura, querrá decir!

Pedro Ignacio no contradice a su colega. Simplemente le medio sonríe y retoma la lectura.

Los convocados por el protagonista no pierden detalle cuando éste lee en voz la otra carta, la que el criminal le confió como improvisado albacea. Para desconsuelo de los allí presentes, ningún secreto de tesoros ocultos es revelado. A su querida hermana, le pide el difunto que por favor se encargue del cuidado de su perro. A sus compinches, simplemente les envía un sincero abrazo de despedida, y les dice que espera verlos pronto junto a él en el infierno. También tiene un mensaje para los familiares de sus víctimas. «Sé que parecerá algo tópico, pero me gustaría pedir perdón, si es que a alguien hice daño alguna vez. Pero lo hecho, hecho está». Y eso es todo.

Entre pasar y pasar de páginas, la novela va llegando a su fin, así como la tarde. Ya el mercado está casi del todo desmantelado. El señor Obdulio guarda la máquina de escribir en su correspondiente maletín. Su mujer, que también se acerca cada tarde hasta la plaza, le echa una mano con el plegado de las sillas y el acarreo de la mesa.

—¿Y usted qué, se va a quedar ahí sentado hasta el fin de los tiempos?

Pedro Ignacio sigue enfrascado en su novela; ya apenas le quedan un par de páginas para concluirla.

—¿Eh? Sí, sí, ahora mismo recojo. Termino de leer esto y enseguida pliego velas. Hasta mañana, Obdulio.

Corrobora Pedro Ignacio en la última página lo que ya se veía venir: que fue el mismo albacea quien asesinó al criminal, una vez que éste le confió la carta con las instrucciones para la repartición de su fortuna oculta. Pero sólo ahora revela la novela que aquella frase de apariencia bienintencionada, que un día pronunció el protagonista, escondía una amenaza velada para su jefe: «No quisiera yo que te pasara nada, pero a veces las cosas pasan aunque uno no quiera». Él mismo lo mató y trastocó el contenido de la carta, para apoderarse del tesoro escondido.

Termina el libro y aún Pedro Ignacio permanece un rato más en su silla. Observa la plaza huérfana de multitudes y puestos, el festín de las palomas, entre los restos de mercaderías y demás basura desperdigada por el suelo. «Mañana, otra novela», piensa. Luego, sin prisa alguna, se pone a recoger, hasta que por fin se marcha para casa...

Comentarios

  1. Yo, de mayor, quiero ser como ese escribano que lee novelas.
    Me ha encantado la carta al novio. Lástima que no hemos visto la cara cuando la recibiera.
    El señor Obdulio tampoco tiene desperdicio.
    Me ha encantado. Un abrazo Miguel

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    1. Gracias Loles, me encanta que te haya encantado, esta historia de historias. Un abrazo.

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