El cartero, y los círculos de ella

Figura de un cartero con su bolsa y una carta en la mano, del artista plástico Sandro Pereira
"Homenaje a los carteros", de Sandro Pereira

Se odiaba a sí misma por no encontrar argumentos para amarse. Si salía a la calle lo hacía atemorizada, como si un saludo con la vecina, o el breve intercambio de palabras con el panadero, fueran a desenmascarar todos sus temores. Prefería quedarse en casa leyendo un libro, y reprochándose la vida tan monástica que llevaba. También se encargaba por horas de sus bonsais, recortándoles las raíces con primor de barbero hipster, o retorciéndoles a su antojo las endebles ramitas. En ocasiones sentía arrebatos de pirómano: ganas le daban de prenderle fuego a esa media docena de árboles enanos —arbolito arriba, arbolito abajo—, por lo breve de una frondosidad que apenas le alcanzaba para perderse del mundanal ruido, ni para cobijase del todo de sus miedos y dudas. Así era ella, siempre extraviada en unos círculos viciosos e íntimos que parecían no tener fin...

Hasta que un día, todos esos círculos empezaron a amalgamársele en uno solo, tal vez más vital, desde luego, pero también más sin medida y obsesivo. Todo comenzó con un requerimiento de Hacienda... 

No imaginó, en aquel primer momento, que un acontecimiento tan prosaico le terminaría acarreando tanta poesía. Alicates en mano, andaba retorciéndose de dudas entre las minúsculas ramas de un pino laricio enano, cuando tocaron al timbre de la puerta. Dejó los alicates sobre la mesa, junto al rollo de alambre con que amoldaba a su manera de ser las ramas del pino. Con sigilo de fantasma se acercó hasta la puerta y, antes de abrir, observó el panorama por la mirilla. Atisbó, al otro lado, el rostro de un hombre desconocido, hinchado como un pez globo por el efecto óptico de la mirilla. Era el nuevo cartero. Dudó dos milisegundos si descorrer la cadena del cerrojo superior de la puerta, pero se decantó por no hacerlo. Desbloqueó el cerrojo inferior y abrió la puerta, el palmo justo que daba de sí la cadena de arriba. El cartero le sonrió, amable y condescendiente con los miedos de esa mujer que lo miraba a través del resquicio de la puerta. Apenas pudo ver una porción de aquel rostro desvaído entre la sombras, y luego las manos huesudas, cuando le firmaron el recibí de la carta. Por último ella cerró la puerta, y el cartero ya no pudo ver nada más, de lo que ocurría dentro de aquella clausura.

Ya a salvo, tras la puerta, ella suspiró aliviada. Como si aquel acto tan simple de recoger una carta, en los confines de su propia casa, fuera comparable a haberse librado, por los pelos, de ser embestida por un rinoceronte. Comprobó desilusionada que el remitente de la carta era el Ministerio de Hacienda. De un portalápices tomó un abrecartas. Antes de abrir la carta, creyó percibir en ella una agradable fragancia. La olisqueó como un perrillo curioso. Para venir de Hacienda, la carta olía demasiado bien: como a la madera noble de su mininogal, y a otras esencias que no supo reconocer.

No le dio más importancia a aquel perfume sutil. Ni, mucho menos, a ese ese primer encuentro con el cartero. Pero quiso la casualidad que, cuatro días más tarde, le llegara por fin un paquete postal que ya empezaba a dar por perdido. Era un molde de repostería, para hacer galletas con forma de conejito, que había encargado por Internet. Otra de sus íntimas aficiones era la de endulzarse los días, sobre todo los más aciagos, con galletitas horneadas por ella misma. Y era excepcional lo de aquel encargo por Internet, ya que rara vez hacía compras desde su ordenador, mucho menos desde el móvil. Como correspondía a su naturaleza desconfiada, las redes no le parecían seguras, aunque empezaba a sopesar si le traía más cuenta, lo de salir de compras virtualmente: tal vez era una mejor opción, que la de soportar las empalagosas maneras y atenciones de los empleados de El Corte Inglés. Por descontado que jamás se le había pasado por la cabeza lo de aventurarse en el mercadillo, el que cada jueves aterrizaba en su barrio. Aquel lugar le intimidaba como pocos, esa selva humana atestada de amas de casa, jubilados, y tenderetes regentados por vociferadores vendedores.

Otra razón más, para hacer sus compras por Internet, era el bazar monumental que suponía: se podían encontrar todo tipo de accesorios y cachivaches, de lo más sorprendentes. Así que, pese a sus temores, razones tuvo de sobra, cuando decidió encargar aquel molde para repostería, que ahora le venía desde Alemania. Casi lo llegó a dar por extraviado. Hasta que por fin lo trajo el nuevo cartero, el mismo de la última vez.

Aunque el paquete no era demasiado voluminoso, no cabía por la rendija que quedaba entre la puerta y el marco, la breve longitud que daba de sí la cadeneta del cerrojo superior. Así que no le cupo más remedio que arriesgarse, y descorrer la cadena. Ni por asomo, aquel segundo encuentro con el cartero llegó al nivel de intimidad de un bis a bis en una cárcel. Pero algo sí tuvo de cercanía, aquella experiencia que la removió por dentro. Un nosequé inesperado, agradable y familiar, recorrió su pituitaria y su voluntad, un deleite tranquilizador muy semejante al que la poseía cuando, en la cocina, se abandonaba al aroma dulzón de sus galletitas recién horneadas. Reconoció, en ese regusto aromático que procedía del cartero, la misma fragancia en que había venido impregnada la carta de Hacienda. Y con la misma amabilidad de la primera vez, el cartero le pidió que, por favor, le firmara el recibí del paquete. Ella lo firmó solícita, recreándose en las virgulillas de su estilizada firma.

Durante un segundo, tal vez dos, estuvo contemplando al cartero, mientras comenzaba a bajar las escaleras. No se dio cuenta, de que en ese breve instante había sido capaz de detener el tiempo. Enseguida salió de su momentáneo arrobamiento y cerró la puerta. Ya con la seguridad de que nadie podía observarla, respiró profundo, ciertamente noqueada, por el placentero aroma que el paquete desprendía.

El perfume sobre el cartón no tardó en desvanecerse, puede que un día, quizá algo más. Pero en cualquier caso, un tiempo insuficiente al que ella hubiera deseado. Tampoco es que se pasara olisqueando la caja a todas horas, como un animal en celo: simplemente, de vez en cuando acercaba su nariz al cartón, para comprobar si aún permanecía viva una pizca de tan sugerente aroma. En un ejercicio de resignación para el que aún no había sido entrenada, buscó refugio, como siempre, entre las sabias palabras de sus libros. Pero no fue capaz de concentrarse en la lectura. Así que echó mano de su bosquete de bonsais y de sus galletitas, éstas ahora con forma de conejo.

Como un mes más tarde, estaba regando en el balcón sus arbolitos, cuando vio de nuevo, abajo en la calle, al cartero. Salía el hombre del portal del edificio de enfrente. Por un momento sintió unos celos enormes, de cada una de los vecinas del bloque próximo. No supo reconocer los síntomas de aquella enfermedad que la afectaba por primera vez. Y eso que el cartero no era ni siquiera un galán de radionovela. Pero su reaparición, a través del portal y su entendimiento, tuvo todo el glamur de una estrella de Hollywood subiendo al escenario para recoger un Oscar. Pudiera parecer exagerada la comparación, pero así era ella: extrema en esas naderías que habitualmente le quitaban el aliento, así como desbordante, en la nueva emoción de ahora. Se lamentó, porque desde la lejanía de su balcón le estaba vetada la fragancia de aquel hombre: su cartero. Incluso tal fue en ese momento su obsesión por él, que llegó a dudar de si realmente no estaba oliendo su perfume...

Indiferente a las pulsiones que iba desatando, el cartero proseguía con su rutina de todos los días. Mientras, ella lo veía evolucionar a lo largo de la calle, desapareciendo y reapareciendo de los portales así como de su vida, en un sube y baja emocional que parecía no tener fin aquella mañana. Hasta que por fin, el repartidor de cartas dobló la esquina, y ella lo perdió de vista...

Aquel mismo día, ella maquinó un plan para volver a ver cuanto antes a su cartero: se hizo adicta a las compras por Internet. Y eso que no le hacía ninguna gracia. Temía que, de tanto traerle paquetes, su hombre la llegase a considerar una consumista compulsiva. Pero ni se le ocurrió, ni se atrevía, a otra manera de proceder. Comprobaba con obsesiva minuciosidad el modo de entrega de los artículos que iba comprando, para asegurarse que fuera el correcto, es decir, mediante correo postal. Así que cuando el cartero ascendía por las escaleras hasta el segundo piso en que ella vivía, ya estaba ahí esperándole, con los ojos, la puerta, y todos los cerrojos y sentidos bien abiertos. Se intercambiaban unas palabras cordiales: él, bien amable y sonriente, como de costumbre; ella, expectante, de que algo más pudiera suceder...

Y lo que terminaba sucediendo siempre era la misma cosa: que, tras la firma del recibí, el hombre objeto de sus anhelos se volvía por donde había venido, y ella, mientras el otro se iba yendo, se limitaba a contemplarlo disimuladamente, a través del hueco de la escalera. Por último, tras cerrar la puerta, volvía a encerrarse en casa, llevándose consigo el paquete postal, pero, sobre todo, ese rastro de perfume a maderas nobles, que tanto enardecía sus sentidos...

Así es como aquella mujer fue llenando su casa de pequeños objetos absurdos, de escaso valor y poco útiles. Y lo que es más digno de mención: fue mudando de un círculo vicioso a otro, del de sus miedos interiores, al de la obsesión enfermiza por una fragancia. Si por lo que fuera el cartero no aparecía cuando ella lo esperaba, bien porque estaba enfermo, de vacaciones, o porque había decidido tomarse el día libre, ella volvía —qué remedio— al refugio de su bosquete de árboles enanos. O se ponía a sacar conejitos del horno, como un mago de su chistera. Pues, nada más ver al cartero suplente con su paquete, le entraba un temor paralizador, por si a su hombre lo habían cambiado de ruta o recolocado en otro departamento, bien lejos de ella. Cuando por fin, al cabo de unos días o semanas lo veía reaparecer, respiraba aliviada, todo ese olor suyo tan exclusivo, oxígeno puro y vivificador para sus pulmones.

Más allá de durante aquellas ausencias excepcionales, el repartidor de cartas y aromas acudía, indefectiblemente, puntual a su cita. Con la condición, eso sí, de que el día fuera laborable. Pues los sábados, domingos y demás festivos, se tomaba un poco de tiempo y distancia. Y ella, que era bien comprensiva, ni que decir tiene que no se lo tenía demasiado en cuenta...

Comentarios

  1. ¡Qué bien descrita la obsesión y el pensamiento mágico que lleva aparejado! ¡Habría que verle la cara al cartero si alguna vez sospechara los anhelos de la doña!
    Me ha encantado Miguel. Un abrazo

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    Respuestas
    1. Gracias Loles. Me agrada tu calificativo de "pensamiento mágico". Creo que algo ha heredado este relato del realismo mágico de algunas de mis lecturas. A veces nuestras necesidades más vitales, o las apreturas de la vida, nos empujan a escapar de la realidad y de toda lógica. Lo irreal y exagerado, en ocasiones, retrata con más fidelidad nuestro panorama interior. Muchas gracias por pasarte, leer y comentar. Un abrazo.

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