Sin límite de caducidad

Hombre en camisa con colgante de oro dando un discurso
Er Migue de Useras
Somos átomos. O ni tan siquiera... Más bien nos parecemos a microscópicas y desorbitadas partículas en busca compulsiva de su núcleo. Nos apretamos los unos contra los otros, las unas con las unas o con los otros, o viceversa, persiguiendo una desacertada convicción: la de que de esa manera, formando piña, nos procuraremos un poco de calor. De confortabilidad, vamos. Nada más lejos de la realidad: no somos otra cosa más que fragmentos mal avenidos. Pero nos empeñamos a toda costa en contravenir la innegable verdad de que, en permaneciendo demasiado cerca, convivimos bastante mal.

Tal vez, el confinamiento perpetuo sea la respuesta que andábamos buscando, el sentido, vaya, a todo ese nuestro errático deambular sin sentido a lo largo de la Historia. Y sin embargo, ahora que la verdad viene a exhibirse delante de nuestras propias narices, cual puta desvergonzada en escaparate de Amsterdam (sí, ahí mismo, tras nuestras mascarillas), preferimos no verla. Grandes congojas de ser todas las cosas fragmentos... Camino sin fin, por mi parte, en la aceptación de tan dolorosa realidad, la de que no seamos capaces de convivir en paz cuando nos tenemos al alcance de un susurro...

¿Pero es que acaso no lo veis, tan claro como yo lo veo? Nada ha de ser lo mismo tras esta peste del COVID-19. Cuando esta pesadilla acabe debemos mantener para siempre el confinamiento, por más que al principio nos cueste, o cuanto menos, la distancia social.

Comprendamos de una vez que no estamos ni a la altura de un simple átomo; más bien nos comportamos como esos electrones que, si bien circulan apaciblemente dentro de sus órbitas, no pueden ni verse cuando demasiado cerca están.

Debemos a aprender, sí, a amarnos desde la distancia, por más despropósito que ahora mis argumentos os parezcan. ¡Deseémonos, vale, pero desde los consabidos dos metros de seguridad! (yo diría que aun desde más lejos). ¡Reinventemos inimaginables maneras y posturas para el amor y el sexo! No os estoy diciendo que debamos renunciar al placer; sólo intento haceros ver que no hay mejor anticonceptivo que la distancia social, ni mejor manera de prevenir todas esas enfermedades de transmisión sexual. Además, ¿qué mejor estrategia para atajar, de una vez por todas, el problema de la superpoblación? Somos la peor de las plagas bíblicas, desde luego... Además, estoy tratando de explicaros que por medio de la distancia social acabaremos, ya de paso, con toda excusa para la guerra, pues, ahítos de deseo, al no podernos tocar, el odio ya no tendrá sentido ni la menor oportunidad... Tampoco tendrá razón de ser nuestro desbaratado empeño de disputarnos el mismo espacio, o la palabra, a cada rato...

El hombre masa no tiene sentido, creedme. Está... sobrevalorado. «¡El pueblo unido jamás será vencido!», proclamáis a la menor excusa, obviando que vuestro argumento no es sino una llamada al empleo de la fuerza bruta, al servicio, por supuesto, de vuestros «incuestionables» intereses. No os voy a discutir que en comunión conseguimos doblegar a aquellas despóticas monarquías del pasado, para construir ¿qué? ¿La dictadura del proletariado? ¿Las imperfectas democracias? Bueno, menos da una piedra... Y tampoco os puedo negar, no, que sin la colaboración de muchos, no hubieran sido posibles las pirámides de Egipto, por poner un caso, o los colosales rascacielos de Nueva York. Pero ¿por qué siempre calláis, tan taimadamente, que es en manada como hacemos la guerra, o asolamos las ciudades, o cometemos los más atroces genocidios? ¿Silenciáis también, que fueron muchedumbres, de todos los colores y pelajes, las que alzaron al poder a tanto deleznable y autoritario régimen?

Pese a tanto desmán que hemos cometido en grupo, admito vuestra parte de razón. Ok, de acuerdo: colaboremos juntos en pro del bien común, pero siempre desde la conveniente distancia de seguridad.

Imaginad, por un momento, las calles de Calcuta semi desiertas, ausentes, sobre todo, de pobres... Soñad, también, con todos esos tiranos de pesadilla que encumbramos a su poltrona, pero ahora sin que a nadie tengan a mano para rascarles la espalda, allí solos y archiaburridos en sus palacios, trapeando, por entretenerse en algo, el polvo de sus muebles rococó...

Veo, ya pronto, a todos nosotros abismados en la monumental tarea de desmantelar las ciudades, abstraídos en todo ese trajín de organizar la mudanza en cajas, para poner luego rumbo a los inhabitados territorios de la España vaciada... Ya confinados, cual colonos pioneros, en nuestras independientes parcelas, proseguiremos, como si tal cosa, con nuestra labor de costumbre: los agricultores seguirán labrando sus huertos, aunque los industriales, más bien, se tornarán de nuevo en artesanos, para obrar sus mercaderías más despaciosamente. Los transportistas continuarán distribuyendo los alimentos cosechados y los productos manufacturados, mientras contemplan semejantes horizontes a los que veían anteayer, desde las confortables y refrigeradas cabinas de sus camiones. Encaramados a los cerros, actores y comediantes interpretarán sólo monólogos y soliloquios, ayudados de altoparlantes o proyectando, cual almoecín desgañitado, a viva voz sus voces. Desde lo alto, podrán escuchar sin problemas los aplausos o bostezos de su entendido público, ahora confinado en balcones o tras el anonimato de sus ventanas. Y los oficinistas, por supuesto, ya siempre teletrabajarán desde sus casas, embobados, a ratos, con las disputadas carreras de las sutiles gotas de lluvia que en picado se deslicen por los vidrios de sus ventanas, o con los anaranjados crepúsculos del pedacito de cielo que, a cada cual, le corresponda...

Imaginad, siquiera una vez, las bondades de un confinamiento sin límite de caducidad...

Comentarios

Entradas populares