Relato de un asesino confeso

Hombre con gafas y gorra fumando en la penumbra
Foto por Neil Moralee
En mi casa no hay cucarachas. Y si para su desgracia, con alguna me encontré en cierta ocasión, no tardé en darle caza y finiquitar sus planteamientos más existenciales. Pobre... No le di tregua ni siquiera para un breve funeral. Bajé luego a comprar veneno en la tienda de los chinos, por si acaso alguno de sus parientes cercanos tenía la feliz idea de adentrarse en mis dominios. No sé por qué, aborrecemos tanto a estos aminalejos de inquietas antenas y pendoneo nocturno. Será, supongo, porque no podemos evitar que nos repela sobremanera su fealdad.

Por el contrario, no es extraño que me cruce, por el pasillo o las habitaciones, con alguna araña de vez en cuando. Desconozco por qué consideran mi hogar un lugar interesante para venirse a vivir, como si esto fuera su particular Benidorm. Será por la adustez de cementerio que se respira en mi casa, y mi carácter un tanto solitario y yermo. Pese a mi esquiva manera de ser, tarde o temprano acabo sorprendiendo a alguna araña asomando su cabecita desde un hoyuelo de la pared, o esperando pacientemente, junto a su telar acumula-polvo, la llegada de una mosquita distraída que le ayude a salvar el fin de mes. Sin embargo, suelo ser indulgente con esa incorregible actitud que tienen las arañas de tejer telas por todas partes. Empatizo con ellas, que diría un psicólogo buenrrollista, aunque, eso sí, intento siempre atraparlas. Las hostigo y transporto con un folio o bolígrafo hasta la terraza trasera de mi casa, para liberarlas después por la ventana, la que da al patio particular de los vecinos de abajo. Aunque el patio está techado, igual las arañas encuentran un hueco para colarse en casa de los vecinos. Elimino así mi problema, vaya, aunque se lo transfiero a ellos. Pero como esto no es más que una posibilidad, puedo conciliar el sueño sin demasiados sobresaltos.

A quienes no les perdono ni una es a los mosquitos. Temo su picadura como a la peste, no sea que me vayan a contagiar el dengue o la fiebre amarilla. No será para tanto, alguien me dirá, pero su picadura siempre resulta un incordio. En verano, si tengo la luz encendida no dejo un resquicio abierto de ventana, por más que el calor me tenga todo ensopado. Extraña actitud que dice mucho de mí, ese obstinado empeño mío para sortear las picaduras de los mosquitos. Si sorprendo alguno sobre la pared, me saco la zapatilla y arremeto contra él, a sabiendas de que su despanzurrado cadáver dejará una minúscula e indeleble huella sobre la pared y mi conciencia...

De igual forma procedo con las diminutas moscas que, inoportunamente, me sobrevuelan cada dos por tres. Palmoteo ridículamente en el aire para derribarlas, con la beligerancia de una batería anti-aérea. Para ellas parece no funcionar el método de mantener las ventanas cerradas, pues, haga frío o calor, en invierno o verano, se aparecen por cualquier parte y sin avisar, en el salón-comedor, el baño, o la habitación en que trabajo y escribo. Qué incordio de bichos... Me pregunto de qué huevera saldrá tanta minimosca, ¡ni que mi casa fuera un infecto pantanal!

Las hormigas son otro de los pequeños insectos a los que no me cabe más remedio que liquidar. Ya me gustaría saber, también, de dónde salen. Las descaradas se aparecen como por arte de magia sobre la encimera del baño o la mesa de la cocina, sin que hasta la fecha haya podido encontrar el rastro que conduce hasta sus hormigueros. No hay indicios de inquietas hileras hasta sus moradas; más bien, parece que alguien que me tuviese manía las espolvoreara como azúcar glas sobre la tarta insulsa de mi tranquilidad. No me caen mal la hormigas, la verdad, pero no quisiera yo que mi casa terminase reconvertida en descomunal hormiguero.

En mi descargo he de decir que, no sólo a las arañas mantengo al margen de mi particular genocidio: también a las mariquitas. Me parecen tan lindas y simpáticas... Yo creo que sólo a un completo tarado se le ocurriría cargárselas. Al contrario; más bien, me considero su benefactor. Si encuentro alguna desubicada o en peligro, acudo presto a socorrerla. Le ofrezco mi dedo índice para trasladarla al balcón principal, donde con suma delicadeza la aterrizo sobre una de las plantas que, más mal que bien, sobreviven en ese jardín desmejorado que conforman mi docena de tiestos.

Así que ya ven: en resumidas cuentas, soy un asesino. En pequeña escala, desde luego, pero un asesino al fin y al cabo. También me cargo a otros bichos sin importancia que ni mención merecen, y, por supuesto, a las horripilantes polillas que amenazan con devorar mis mantas y demás tejidos que guardo dentro de los armarios. Eso sí: cuando mato, lo hago sin la más mínima animadversión, cual frío asesino a sueldo o matarife a quien no le cabe más remedio que realizar su trabajo. A veces me hierve un poco la sangre por dentro, desde luego, pero sólo por la incomodidad que conlleva mi desempeño como asesino, por ejemplo, y sobre todo, cuando estoy tan panchamente tumbado en el sofá y me tengo que incorporar para aplastar al bicho.

Sé que a mucha gente mi relato le parecerá repulsivo. Para otros, sin embargo, mi honesta confesión no habrá sido más que el cuento ridículo de un cazamoscas ñoño y mojigato. Mis crímenes, seguramente, serán peccata minuta desde la perspectiva de un mercenario, verdugo, o cazador de especies en peligro de extinción. Pero, a pesar de su aparente nimiedad, consiguen poner en duda cada una de mis certezas, respecto al verdadero tipejo que realmente soy. Sólo me atrevería a afirmar resueltamente que, si algo soy, es un hombre que duda. Dudo de mí mismo y de mis acciones, por lo que hago o decido no hacer, hablo, o prefiero callar. Y si tanto dudo de mí mí mismo, cómo no voy a dudar de los demás, de toda esa gente colmada de certidumbres y palabrería lapidaria. Los asesinos somos desconfiados por naturaleza, jamás almas cándidas.

Un título más acertado para este escrito hubiera sido «El hombre que dudaba hasta de sí mismo». Me pareció, sin embargo, más sugerente el de «Relato de un asesino confeso». Toda una burda treta literaria o periodística, según el ámbito, lo de idear un titular que cree sensación y, ya de paso, sirva para distraernos de los hechos verdaderos. Tan mezquino ardid, como el del agua almibarada que se introduce en las botellas, con el fin de atrapar avispas y demás insectos ingenuos. Hay que andarse con cuidado, que no soy el único malhechor que anda suelto...

Comentarios

  1. Jajajajaja, si vinieras por mi cole, más de uno se chivaría: "Señoooo, er Migueh ha matado un sereh vivoh" Me confieso asesina yo también, de todo bicho que pueda picarnos en le patio.
    Viene bien tu relato y tu conclusión. No precisa de más comentarios.
    Gracias por la sonrisa que me has provocado.
    Un abrazo Miguel

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    Respuestas
    1. Me alegra lo de la sonrisa. No me quedo demasiado satisfecho con este texto, creo que al final lo eché a perder. No me gusta ser moralista, pero al final hice un salto tal vez algo inverosímil, para llegar a la conclusión que me retorcía por dentro. De alguna forma me abruma la facilidad con que refundimos, sin procesar, noticias de interesado contenido y capcioso titular. Y además, sin aplicarnos el contenido a nosotros mismos. Así que el escrito fue una especie de reacción ante tanto hartazgo que me llega por redes sociales.

      Como siempre, gracias por pasarte y comentar. Un abrazo Loles.

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