Ni tan inhóspita, ni tan fría

Calle solitaria de Londres por la noche, con algo de niebla
Foto por Missy
-¿Dónde andas? ¿Todavía estás ahí? ¿En otro? Como no hay centros comerciales en Londres... ¡Me van a salir raíces, joder, de tanto esperarte...! ¡Yo qué sé dónde estoy; no conozco Londres! En una plaza. No, no pone ningún cartel, ni nada. ¿No te digo que estoy en una plaza? ¡Yo qué sé cómo se llama! ¿Para qué voy a preguntar, si no me entero cuando me hablan en inglés? Vale, vale... Ni idea de por dónde cae el hotel; creo que estoy algo perdido. Bueno, bueno, ¿y qué? No te pongas así, que tampoco es para tanto: me llamas al móvil cuando termines de comprar y te envío la geolocalización. Pues no sé, te espero por aquí, o igual sigo dando una vuelta o entro a algún sitio a tomar algo, porque hace un frío que pela. Sí, sí, no seas cansina... Vale, vale, lo que tú digas, pero date prisa. Ok, me llamas tú a mí. Adiós.

Álvaro se guarda el móvil en el bolsillo y coge el par de bolsas que había dejado, antes de la conversación, sobre el suelo granítico de la plaza. Una de ellas lleva impreso, sobre fondo liso de color verde-valla, el logo minúsculo y dorado de unos grandes almacenes. Dentro de ambas bolsas, todo son compras de la mujer con la que acaba de hablar. Vuelve a dejar las bolsas sobre el suelo y se alza, todo lo que da de sí, el cuello del jersey. Escudriña el horizonte en busca de un nuevo y sugerente destino. Por toda dirección el panorama a su alcance es similar: luces moribundas, de color anaranjado, arrebatando el entusiasmo a los escasos viandantes y vehículos que transitan con somnolencia. La tarde-noche se le ofrece tan inhóspita como fría...

-Perdona, ¿no tendrás un cigarro? ¿Eres español, verdad?

Álvaro se voltea para ver quién le habla. Sentada en un banco de la plaza, a no más de cinco metros, una joven se arrebuja en los amplios cuellos de pico de su abrigo azul marino. En la cabeza lleva un gorro granate de lana. Álvaro recoge las bolsas que descansan en el suelo y se acerca.

-Lo siento, no fumo. ¿Cómo has adivinado que soy español?

-Tu tono al hablar. Lo sentí desde aquí. Cuando llevas cierto tiempo en el extranjero, en cuanto oyes hablar en tu idioma enseguida lo identificas. Es como si escuchases a alguien pedir socorro.

-¿Socorro? Qué curioso...

-Pero resulta extraño, como si fuera una misma quien se estuviera ahogando.

-¿Llevas mucho tiempo viviendo por aquí?

-Demasiado, para mi gusto. Aunque en Londres, no tanto. ¿Y tú?

-Yo sólo he venido a pasar unos días. Regreso pasado mañana.

Álvaro rebusca en el bolsillo de su pantalón vaquero, el contrario a en el que guardó el móvil. Saca una cajita metálica, se la ofrece a la desconocida.

-Puedo darte un caramelo, si quieres.

-¿Un caramelo?

-Sí, de limón. En lugar de un cigarrillo...

-¡Ah! Está bien. Algo es algo.

La chica coge la caja que se le ofrece, toma un par de caramelos minúsculos, se los mete en la boca y devuelve la caja.

-Gracias.

Álvaro recoge la caja. Se echa también un caramelo en la boca antes de volverla a dejar en el bolsillo.

-Prefiero los de menta -dice la desconocida-. El picor les da un poco de emoción.

Álvaro va a comentar algo, pero se queda entontecido unos instantes, absorto en el aire de aflicción que, en su conjunto, desprende la mirada de la extraña. Como si se empeñasen en contradecir cualquier indicio de pesadumbre, sus ojos claros relumbran en la oscuridad. El contrapunto se le antoja a Álvaro fascinante.

-¿Por qué dices que demasiado tiempo por aquí? -pregunta al fin-. ¿No te gusta Inglaterra?

La chica se encoge de hombros, y esquiva la mirada de su interlocutor. Busca cualquier respuesta en las luces agónicas de la ciudad; cuando la encuentra, desde la posición inferior que le confiere el estar sentada vuelve a clavar sus ojos claros en los de Álvaro.

-Qué pena que no tengas un cigarrillo -dice. Después escupe los caramelos hacia los arbustos que tiene detrás.

-Por curiosidad, ¿para qué viniste a este país?

-No sé... supongo que para lo mismo que viene todo el mundo. Para aprender inglés, trabajar de camarera, enamorarme, ver llover, comer mal, volverme a enamorar... Y pasar frío, sobre todo. Yo qué sé...

La joven despliega un pañuelo de papel que saca de su manga izquierda, con el que se limpia el hilillo húmedo que empieza a brotarle de la nariz.

-No pareces muy contenta de estar aquí... Para regresar a España sólo tienes que coger un avión.

La desconocida ofrece a Álvaro una sonrisa sarcástica.

-¿Me vas a pagar tú el billete?

-¿Yo? -dice Álvaro mudando el rostro, sorprendido por el repentino cambio de rumbo en la conversación.

-Es broma, lo dije por probar... Por si acaso esta noche todo sucedía como en una de esa comedias románticas... -la chica engurruña el pañuelo con el que se acaba de limpiar la nariz. Después lo arroja, sin puntería, a una papelera próxima-. Pero ya veo que la vida se parece más a una novela cruda y amarga...

-Una de esas intrincadas de Cortázar, sí. -dice tímido Álvaro, por decir cualquier cosa.

La mirada clara y contradictoria de la desconocida vuelve a interceptar la de Álvaro, acogotándole e impidiéndole cualquier posibilidad de escapada, con la eficacia de un cañón de luz en un campo de concentración.

-Si al menos estuviéramos en París... -se lamenta la chica-. Aunque en el fondo creo daría lo mismo. Oye, ¿cómo te llamas?

-Álvaro, ¿y tú?

-Álvaro, ¿te puedo pedir un favor?

Álvaro teme cualquier cosa de esos ojos suplicantes, pero es incapaz de rehuirlos.

-Dime.

-¿Me podrías llevar a tu hotel esta noche? Sólo esta noche. ¿Porque en algún hotel pasarás la noche, no?

-Sí, pero...

-Podríamos tener sexo si nos apetece... Y luego, si me das algo de dinero, te lo agradecería...

La propuesta le pilla descolocado a Álvaro. Aunque en el fondo, le parece previsible. Por primera vez en toda la conversación vuelve a sentir la punzada del frío que, a esas horas, campa a sus anchas por la plaza y por su cuerpo.

-Aunque quisiera llevarte conmigo no podría. No he venido a Londres solo. Mi chica y yo dormimos en la misma habitación...

-Ya... -dice la extraña con una sonrisa que tiene más de mueca-. No pasa nada... Oye, puedes dejar las bolsas en el suelo. O si quieres aquí, sobre el banco. No te las voy a robar...

Álvaro se da cuenta entonces de que las asas le están haciendo polvo las falanges de los dedos. Decide dejar las bolsas sobre el banco.

-¿Has comprado muchas cosas? -quiere saber la desconocida.

-¿Yo? Nada. Todo es de mi chica.

-¿Puedo curiosear?

Álvaro asiente. Mientras la chica husmea en el interior de las bolsas, Álvaro aprovecha para sentarse en el banco. Está cansado y le duelen las plantas de los pies. Frunce el ceño por la molestia. De una de las bolsas, la chica saca una caja de zapatos; de dentro de ésta, un par de botas.

-¡Qué pena!: no son de mi talla.

Álvaro sonríe desganado; se pregunta si todas las mujeres estarán cortadas por el mismo patrón.

-¿Lleváis mucho tiempo juntos? -pregunta la desconocida, guardando otra vez las botas y la caja dentro de la bolsa.

Álvaro se pone de pie; de su bolsillo, saca otra vez la caja de caramelos.

-Demasiado...

La chica no dice nada, mientras observa a Álvaro atrapar un caramelo de limón, echárselo a la boca, y regresar la cajita metálica al bolsillo de su pantalón. Tras alumbrarle un par de segundos con el foco de sus ojos claros le pregunta:

-Te parecerá raro, pero ¿te puedo dar un abrazo?

Álvaro accede a la petición, con gusto. La desconocida se incorpora y, con su cuerpo, le arrebata el frío. Sólo entonces, Álvaro se da cuenta de que desde hace meses viene echando de menos un abrazo como ése.

-Es una pena que me tenga que marchar ya -susurra al cabo de un minuto la desconocida, amalgamando ternura y aflicción en cada palabra.

El abrazo se prolonga un poco más. Hasta que la chica decide darlo por finalizado.

-Me ha encantado conocerte, de verdad. Pero me tengo que ir.

-A mí también me ha encantado...

-Chao.

Álvaro se queda con cara de bobo, plantado de pie junto al banco, como otro árbol más de la plaza. Apenas la desconocida se ha alejado unos cuantos pasos, advierte Álvaro que ni siquiera sabe su nombre.

-¡Oye! ¡Al final no me has dicho cómo te llamas!

-Es mejor que no lo sepas: no creo que volvamos a vernos. Adiós, Álvaro.

A Álvaro no le cabe más remedio que resignarse a la voluntad de la desconocida. Se sienta otra vez en el banco, para cómodamente verla marchar. Camina decidida, mientras se aleja por una de las calles adyacentes a la plaza.

La chica ya no es ni siquiera un punto lejano. Como otro punto en la nada se siente Álvaro, al que le pilla desprevenido una enorme sensación de abandono. Por partida doble, en cuanto es consciente de que su novia aún no lo ha llamado. Apático, busca el móvil en el bolsillo del pantalón, para indagar por dónde anda. Para su sorpresa, el móvil no está donde debería estar.

"¡Que imbécil soy, me ha robado el móvil!", maldice para sí. Siente la congoja de un niño perdido, al saberse incomunicado en una ciudad extraña. Ni siquiera le consuela que, al menos, la chica no haya logrado arrebatarle la cartera. Coge las bolsas y comienza a andar al trote, en dirección hacia la calle por donde la ha visto esfumarse.

Las bolsas le incomodan al caminar. Un viandante ebrio con el que se cruza le pone aún más en tensión, cuando parece preguntarle algo. Su lenguaje le es indescifrable, así que no pierde ni un segundo en ver qué quiere. Sigue caminando al trote en busca de la ladrona. Husmea en los cruces con la primera y segunda calle, pero nada... Parece que la fugitiva se hubiera colado por el respiradero de una alcantarilla...

Álvaro no se resigna a no dar con la chica que le ha birlado el móvil. Camina al tuntún, sin saber muy bien por dónde tirar. Un claxon le sobresalta, cuando va a cruzar la calle mirando en sentido contrario al de la circulación. Le cuesta hacerse a la idea de que contactar con su novia va a ser una misión complicada, y más aún dar con el hotel, porque no recuerda el nombre ni las señas. Su novia siempre anda reprochándole que se despreocupa de todo, y ahora lo va a pagar. Cuando ya casi ha perdido cualquier esperanza de encontrar a la fugitiva, cree verla, doblando una esquina.

Corre hasta la esquina, las bolsas picoteándole las canillas como pájaros carpinteros. En la esquina corrobora que, efectivamente, ahí la tiene, a unos 25 metros de distancia, a la desconocida que le ha robado el móvil.

-¡Eh tú! -grita.

Al sentir el aullido, la chica echar a correr. Álvaro se arrepiente de haber gritado. Sale detrás con convicción de depredador. Las bolsas insisten en boicotearle el avance, así que decide desprenderse de ellas. Ahora sí que no tarda en alcanzar a la fugitiva. La agarra por las solapas de su abrigo azul marino, y, no sin cierta violencia, la empuja contra la pared sucia y húmeda. Extenuado, contempla de cerca a su presa, al asustadizo y jadeante felino de profundos ojos claros. Tiene la decisión más que tomada: por nada del mundo está dispuesto a perderse esa mirada tan trágica como fulgente.

-¡Que sí! -dice Álvaro, haciendo luego una pausa para acomodar la respiración.

La desconocida no entiende nada.

-Que acepto tu propuesta. Supongo que en esta ciudad, en algún lugar, a estas horas, aún quedará alguna habitación libre para nosotros. Si hace falta la pagaré en el hotel más caro. Al menos no me robaste la cartera.

Álvaro continúa mirando a esos ojos felinos que, con desconcierto, no dejan de mirarle a él.

-¿Y tu chica? -duda el exótico animal.

-La perdí. Sin móvil no puedo localizarla.

Álvaro consigue arrancar una sonrisa a su presa. Se siente seguro de sí mismo, y no piensa dejarla escapar. Sabe que ella no está en disposición de oponerse a sus pretensiones. Como no puede aguantar tanta espera, hasta dar con una habitación, allí mismo se abalanza sobre la desconocida. Para devorarla a besos. Besos que también ella se lanza a saborear con gusto. En una calle londinense de impronunciable nombre, tan oscura como la tarde-noche que los acecha. Pero ni tan inhóspita, ni tan fría...

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