La chocolatada

Hierbajos secos
Foto por Milos Golubovic

—Mamá, me aburro.

—¡Ay, Toñín!, ¿no ves que estoy hablando?

Obvio era que su mamá hablaba sin parar, con esa señora mayor de culo ancho y cara arrugada. Mal resignado, frunció el ceño Toñín, resoplando al mismo tiempo. Se preguntó si algún día, cuando él fuese tan viejo como aquella señora, le saldrían tantas arrugas. La conocía apenas de vista, de otro par de veces que, yendo en compañía de su madre, se la habían cruzado por la calle. Y las dos veces había sucedido lo mismo: ambas no habían parado de hablar y de hablar.

—¡Pobre!... —se compadeció la señora, manoseando la cabeza de Toñín como un obispo que le aplicase una bendición desenfadada—. ¿Cuántos años tienes ya, hombretón?

—Seis.

—Seis para siete —precisó la mamá de Toñín.

—Ya eres todo un mocito.

La señora volvió a restregar su mano derecha por la cabeza de Toñín, y a alborotar sus cabellos lacios.

—Estarás contento con tu nueva hermanita...

Desde su inferior altura, Toñín miró a la señora y se encogió de hombros.

—¿Qué tiempo tiene la nena?

—Cinco meses justos va a hacer la semana que viene —respondió la mamá de Toñín.

—Pues parece que tuviera más tiempo. ¡Qué hermosura de niña!... Debe comerle bien.

—Y que lo diga, señora Margarita... De eso no me puedo quejar; si acaso, de lo contrario.

Un trueno, amortiguado por la distancia, tamborileó sobre el pergamino de nubes que cubría el cielo. La amenaza de tormenta no disuadió a aquellas dos mujeres de finiquitar la conversación.

—Parece que va a caer una buena —dijo la señora Margarita.

—Falta va haciendo ya de que llueva... Menos mal que hoy ha refrescado un poco, porque esta calor ya no hay quien la aguante. ¡Vaya veranito caluroso que estamos teniendo!...

—La verdad que sí. No recuerdo yo tanto calor, y eso que peino canas...

Toñín no supo a qué se refería la señora, con aquello de que peinaba canas. Ni entendía la conversación, ni le interesaba. Poco a poco, a pasos entrecortados, fue alejándose de su madre y de la señora. Como un perro curioso iba husmeando, a lo largo de la acera que bordeaba el descampado que tenía al lado.

—¡Toñín, no te alejes mucho! —le advirtió su madre.

—Déjelo, que se entretenga. Al pobre lo debemos estar aburriendo con tanta charla... ¿Y este verano, no van a ir a ninguna parte?

—Ya nos gustaría, ya, señora Margarita... Pero no se puede. Demasiado gasto. Además, ahora con la nena...

Toñín se adentró un poco en el descampado, en busca de un palo que había llamado su atención. Lo inspeccionó por encima y, no sin esfuerzo, lo desmembró del par de ramas secas que le quedaban. Luego la tomó con los jaramagos que poblaban el descampado, tumbando a mandoble limpio, con el palo, aquellos tallos agostados. Otro trueno retumbó a lo lejos, anticipándose al reclamo de su madre:

—¡Toñín, deja eso, a ver si te vas a hacer daño!

Toñín arrojó con todas sus fuerzas el palo, que fue a perderse entre la selva de hierbajos. No percibió su madre la mirada odiosa que le dedicó, a medio camino entre la de un cordero bobalicón y un perdonavidas. Buscando un asiento, terminó Toñin por elegir el bordillo de granito que marcaba el límite entre la acera y la zona reservada para aparcar los vehículos. Apenas un coche y un camión reposaban en el pequeño aparcamiento.

Otro trueno se sintió, aún más cerca. Toñín echó la cabeza hacia atrás y escudriñó en balde el cielo, en busca de algún roto entre las nubes por el que poder ver un retazo de azul vívido. Un manchurrón gris oscuro, casi negro, venía acorralando a las nubes revueltas que se cernían sobre su cabeza. Bajó la cabeza el niño y miró en dirección a su madre, que, unos veinte metros más allá, seguía en animosa conversación con la señora Margarita. Acababa de sacar a su hermanita del carrito de bebé, y la señora Margarita le hacía gracietas y arrumacos.

A unos tres o cuatro metros de donde estaba sentado, advirtió Toñín algo así como un cuaderno, sobre el asfalto del aparcamiento. Estaba perfectamente alineado, canto con canto, con el bordillo. Se incorporó con la desgana propia del bochorno veraniego, para ir a sentarse junto al cuaderno. Lo levantó del suelo; en la tapa floreada, de cartón duro, leyó la palabra «Diario». Abrió aquel cuadernillo por una página al azar. Estaba caligrafiado con una letra amplia y primorosa, similar a la que su maestro les ponía como modelo de buena caligrafía. El maestro había recomendado a la mamá de Toñín que durante el verano fuera completando alguno de esos cuadernillos de caligrafía que tanto detestaba. A él las letras no le salían ni tan redondas ni tan bien hiladas. Por ejemplo, cuando escribía «mamá», las emes le quedaban como una cordillera desigual, o en la palabra «abuela», la a le salía medio a rastras de la be. En el diario que acababa de encontrar, la a junto a la be quedaban parejitas y bien hiladas; le recordaban a él mismo y a su madre, cuando caminaban de la mano por la calle. Claro, que eso era antes de que naciera su hermana; ahora su madre necesitaba las dos manos para empujar el carrito de bebé...

Espoleado por la curiosidad, Toñín hizo un esfuerzo torpe por leer lo que el diario decía:

2 de abril de 1976. Salí victoriosa de la chocolatada que hicieron en el colegio. A la mayoría de mis compañeras les daba asco mancharse de chocolate, y casi ninguna quiso participar en la competición. Yo sin embargo me presenté voluntaria. Total, el chocolate se limpia con agua y jabón.

Apenas se sentía el bisbiseo de Toñín mientras leía aquellas líneas, pues era amortiguado por el canturreo entusiasta de las chicharras. El dedo índice del niño era tan terco como su curiosidad, e insistía en nadar a contra corriente por encima de los renglones.

Además, me encanta el chocolate. Los bizcochos también, pero no tanto como el chocolate. Aunque me los comí todos lo más deprisa que pude, que de eso se trataba el juego. Nos habían tapado primero los ojos con un trapo, y mi compañera y yo ganamos a las otras concursantes. Puedo decir que fue una victoria dulce. Aunque sólo al principio.

De repente, los matojos del descampado parecieron despertar de su siesta de agosto, revolviéndose inquietos entre un murmullo de granos de arroz. Fue como si presintieran el trueno que vino a retumbar a continuación. Los que no pudieron resistir la embestida del viento terminaron cediéndole parte de sus tallos secos, para que jugase con ellos a su antojo. Mientras tanto Toñín, se esforzaba en contener el ímpetu rebelde de las páginas del diario, que también se abandonaban a la voluntad de la ventolera. Así no había manera de seguir leyendo...

Me manché de chocolate la camiseta blanca del uniforme, porque mi compañera era tan torpe que no apuntaba bien en mi boca con los bizcochos.

Una gota de lluvia irrumpió sobre uno de esos renglones que Toñín acababa de leer. La tinta se aguachinó, y al emborronarse los caracteres alcanzaron una armonía acuosa, aún más orgánica que la de su estilizada naturaleza anterior.

—¡Toñín, ven aquí ahora mismo! —le gritó su madre—. ¡Vamos, date prisa, que nos vamos para casa!

Toñín ignoró el reclamo de su madre y prosiguió con la esforzada lectura. Las ráfagas de viento desordenaban su pelo lacio, con la misma provocación que se traían con los hierbajos.

Nos dieron como premio un libro de cuentos, a cada una. Yo feliz, porque me encantan los cuentos. Luego en casa, cuando mi madre vio la camiseta manchada de chocolate me regañó bastante. Al final creo que a veces, cuando piensas que has ganado, es el fondo es como si también hubieras perdido.

—¡Toñín! ¿Quieres venir de una vez, que va a empezar a llover y nos vamos a mojar?

—Anda, majo, no hagas enfadar a mamá y ve con ella, que va a caer la no que está escrito —le dijo la señora Margarita a Toñín, al cruzarse con él. Acababa de despedirse de su madre y partía a toda prisa para ponerse a salvo de la amenaza de tormenta.

Un estruendo, que parecía descender desde todas las partes del cielo, vino a corroborar las palabras de la señora Margarita. Aunque Toñín pensó que aquellas palabras hacían referencia a lo que no estaba escrito en el diario. Se puso al fin de pie, sosteniendo el cuaderno por la página en que lo tenía abierto. Contempló el descampado un instante, ese bosquete de jaramagos agitados que lo andaba retando, reclamándole el diario más allá del lugar por donde debía haber caído el palo. Luego volteó la mirada en dirección a la señora Margarita, y la vio alejarse a un trote ridículo, en fuga hacia su casa, resguardándose como podía debajo de una bolsa, de las indolentes gotas de lluvia que ya empezaban a salpicarlo todo. En dirección opuesta a la señora Margarita, su mamá, ofuscada, se traía una riña sin tregua con la capota atascada del cochecito de bebé. Y mientras, el aire se iba impregnando del olor de la tierra húmeda...

—¿Toñín, quieres venir de una vez, o qué? —gritó la mamá de Toñín—. ¿No ves que nos estamos mojando?

Toñín soltó el diario y partió a la carrera adonde su mamá. El cuaderno cayó panza abajo como un titoreado, y ahí quedó, abierto de par en par sobre la acera, sin espíritu alguno para ofrecerle sus secretos más íntimos. Las gotazas de lluvia repiqueteaban un réquiem sobre las tapas de cartón de aquel cadáver.

—¿Qué andabas haciendo, que no venías? —le recriminó a Toñín su madre.

—Nada. Estaba mirando un cuaderno. ¡Espera!

—¿Pero dónde vas ahora? ¿Estás tonto?

Toñín corrió de nuevo en busca del diario. Lo recogió del suelo y cerró sus tapas. Luego volvió a dejarlo sobre el asfalto del aparcamiento, esta vez con sumo cuidado, pegado al bordillo, justo en la misma posición y lugar en que lo había encontrado.

Un relámpago iluminó el cielo, el descampado, el aparcamiento, la acera, el rostro de Toñín y el de su madre, la capota del cochecito de la hermana, la palabra «Diario» escrita sobre la portada del diario... Toñín huyó a la carrera hacia el refugio seguro que suponía su mamá, y el estrepitoso trueno que vino a continuación disfrazó sus pasos de pisadas de gigante. Por último, la lluvia se hizo torrente, empapándolo todo...

Comentarios

  1. Que recuerdos las chocolatadas de las fiestas del pueblo! Nos encantaba embadurnarnos de chocolate y, lo rico que estaba!

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    1. Fíjate tú que yo era como esas compañeras de clase, que por no mancharme no jugaba. Además, no me gusta demasiado el chocolate.

      Gracias por pasarte. Un saludo...

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  2. Como siempre, un relato de "costumbrismo mágico" (¿un nuevo género literario?) que resulta una delicia de leer. Aunque yo diría que este relato esconde algo más de lo que aparenta.
    Un saludo,

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    1. No sé si será "costumbrismo mágico" o qué. Unos cuentos de Salinger me empujaron a escribir algo en torno a la infancia. Soñé tres diarios abandonados en un aparcamiento, recordé un paseo, un agosto tórrido, una tormenta, una vecina conversadora, un secarral, una chocolatada... Y compuse esta melodía.

      Un saludo y gracias, Juan...

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