Reseña literaria

Tecleando en una máquina de escribir
Foto por Thomas Hawk
Conocí a Pepita Leónidas allá por nuestros años de juventud, cuando ambos soñábamos con ser escritores. Acudíamos con cuatro o cinco duros a los cafetines literarios, para respirar el aroma del buen café, y ver de cerca a todos esos autores que tanto admirábamos. Hace una semana que, por azar, volví a encontrármela en uno de esos ambientes.

Cosas de la vida: ahora soy yo quien despierta admiración en los cafés. O eso me parece percibir, cuando voy a conversar con otros colegas. A menudo me sucede que un murmullo de conversaciones ajenas se forma en torno a mí. La gente, con sus miradas indiscretas, no me tomar mi poleo menta tranquilo. No falta quien se acerca hasta mi mesa, me aborda con más o menos educación, y me pide que le firme un autógrafo. Entonces parece que se abriese la veda de fastidiosas interrupciones. Supongo que la gente no lo hace a propósito, pero es harto molesta.

Departía tranquilamente con Ramón Trabado, buen amigo y también escritor, cuando una mujer se acercó y empezó a gritarme: «¡Pepe, Pepe, Pepe! ¡Pero Pepe!, ¿es que ya no te acuerdas de mí?». De primeras no la reconocí. Pensé que era otra más de esas locas entusiastas que aseguran haber leído todas mis novelas. «¡Pero Pepe, coño, soy yo, Pepita, Pepita Leónidas!». Normal que no la reconociese... El paso del tiempo había desposeído a Pepita de todo rastro de hermosura. Estaba tan avejentada, que nada tenía que ver su aspecto con el recuerdo dulce que guardaba de ella. Eso sí: su carácter extrovertido y dicharachero, si no invasivo, seguía siendo el mismo que recordaba. Amén de la indiscreción que parecía seguir acompañándola: «¡Pepe, coño, estás mucho más gordo; se nota que la china te trata bien!».

Sin el menor tacto, Pepita arrimó una silla y se sentó a nuestra mesa. Observé un indicio de perplejidad en el rostro de mi colega Ramón. Tuve que explicarle que Pepita y yo fuimos grandes amigos de juventud. «¡Amigos dice!... —interrumpió Pepita— ¡Pero si fuimos hasta novios, por más de dos años! ¡Y qué bien que lo pasábamos!, ¿eh, Pepe? ¡Hasta teníamos planes de boda!.. Claro que, eso fue antes de que se cruzarse por medio aquella pelandusca. ¿Cómo se llamaba? Sí, la que se casó contigo; que por cierto, casi te deja tiritando, ¿eh?, tras vuestra separación. Al menos eso es lo que cotilleaban de vosotros las revistas».

Una sonrisilla maliciosa, mal disimulada, se perfiló en el rostro de Ramón. Admití que lo que decía Pepita era más o menos cierto, aunque yo jamás me hubiera expresado en sus mismos términos. Pepita hablaba de Charo, mi ex mujer. «¡Eso, Charo! —continuó Pepita—. La Charito, le decíamos, porque era muy poquita cosa. Claro que, no me extraña que se propusiera dejarte sin blanca con el divorcio, porque mira que tú, irte a liar, después de tantos años de estar casados, con aquella chinita a la que casi doblas en edad. ¡Si es que a ti, Pepe, siempre te gustaron las escurridas!». Ramón ya no pudo contener una sonrisa amplia en su semblante pachón. Total, a estas alturas me era indiferente lo que contase Pepita sobre mis avatares sentimentales. A fin de cuentas, imagino que es lo que todo el mundo sabe y comenta a mis espaldas. La china a la que se refería Pepita es mi actual pareja. Que por cierto, no es china, sino de aquí mismo. De origen filipino, por más señas.

No ha llovido poco, desde aquellos amores que perpetramos Pepita y yo... ¡Ay, esos locos juegos de juventud!... Sin venir a cuento, Pepita nos dijo que por fin, tras tantos años y no pocos esfuerzos, acababa de autopublicar su primera novela, La muela de la difunta abuela Manuela. Cuanto menos, el título me pareció algo pueril. Así era Pepita en aquellos tiempos Pepita, un poco infantil y bastante simplona. Naif, que diría algún petulante. Según nos contó en el café, era la suya una novela corta en la que hablaba, cómo no, sobre de ella y sus triviales circunstancias, empezando por la relación con su difunta abuela. Que por lo visto, no se llamó Manuela. «También tú, Pepe, apareces en mi novela. Te he dedicado todo un capítulo, en el que no sales muy bien parado, por cierto. Pero no te preocupes, que también te he cambiado el nombre». Confieso que aquello me dejó perplejo. El semblante de Ramón era ya el paradigma de la socarronería.

«¡Pepe, coño, tú que eres un escritor más que consagrado, al que todo el mundo parece tener en cuenta, podrías escribir una reseña de mi libro!», dijo de repente Pepita.

La verdad es que nunca he sido amigo de lisonjear a nadie, así porque sí. Más bien al contrario: detesto cualquier alabanza por mera cortesía. Pero pensé que tal vez la novela de Pepita se merecía una oportunidad, y más teniendo en cuenta que su autora forma parte de los nostálgicos recuerdos de mi gloriosa juventud.

Así que al día siguiente de aquel encuentro decidí acercarme al centro comercial, para comprar uno de los ejemplares de la novela de Pepita. Porque Pepita seguía siendo tal como antaño, despistada y olvidadiza: no cayó en la cuenta de regalarme su novela. Ni tampoco, gracias a Dios, se acordó de intercambiar conmigo el número de teléfono. Dejé la novela recién comprada junto a la pila de ejemplares pendientes de leer, a la espera de tener un rato libre, al margen de mis perentorias obligaciones. Anteanoche, por fin, me decidí a abrir el libro, para abordar su lectura.

Sinceramente, y aun estando acostumbrado a lidiar con la palabra escrita, me cuesta expresar mis impresiones respecto a la novela de Pepita. Creo que si alguna palabra podría definirla, ésta es, sin lugar a dudas, la de «perturbadora». Y escojo este adjetivo, porque si la definiera como «una putísima mierda», se me podría tildar de excesivo, vulgar y soez.

He de decir, en defensa de la novela de Pepita, que en realidad no pasé mucho más allá de la primera página. Aquellos párrafos estaban tan mal ensamblados que me retorcían el entendimiento. La ortografía era lo de menos. Pero el ritmo... Ese ritmo inquietante, dictado a golpes de signos de puntuación sincopados, como arrojados al azar y a destiempo, constituía en sí mismo el antirritmo. Las comas, puntos y comas, puntos, etcétera, parecían ahí puestos para zancadillear al incauto lector que osara adentrarse por aquel laberinto de renglones. Me pregunté qué diantres había estado haciendo Pepita durante todos estos años, pues parecía haber aprendido una mierda sobre el oficio de escribir.

Ocurre, en ocasiones, que un escritor decide hablar con la voz de un peculiar personaje, y, adrede, se permite ciertas licencias respecto al lenguaje. Por si éste era el caso de Pepita, y por darle una segunda oportunidad, me dispuse a leer alguna que otra página de su novela. Miré el índice tratando de descubrir el capítulo en que, según Pepita, hablaba de mí. Pero perdí pronto la paciencia, así que me decanté por escoger una página al azar, y luego otras dos más. Más de lo mismo. Eso, o que Pepita había decidido escribir toda la novela con la voz de un completo subnormal.

Si acaso, quisiera conceder la duda de que, tal vez, con su novela, Pepita se haya adelantado a su tiempo, como tantas veces ha ocurrido en la literatura, y no sea yo capaz de entrever las flores entre un paisaje de cardos. Pero me da a mí, que va a ser que no.

Así que, si no tienen nada mejor que hacer en los próximos días, pongo en sus manos la decisión de aventurarse, o no, por los laberintos literarios de La muela de la difunta abuela Manuela, de Pepita Leónidas. Si se atreven con la lectura, tengan por seguro que quedarán atrapados por un antirritmo inhóspito que, como la vida misma, avanza entre trompicones e inquietudes. Igual, hasta consiguen resolver el acertijo del personaje en que ando enmascarado.

Y ya por último, para los que se resisten como yo, a leer en formato digital, añadir una razón extra para comprar, antes de que se agote, la novela de la entrañable Pepita: nada, como el papel, para encender una buena hoguera.

Comentarios

Entradas populares