El amante del rey pintado

Rey mago Baltasar con la cara pintada de negro
Foto por Marc Mañé
Ni el betún puede disimular el pavor en la cara del rey pintado. Acaban de atropellar, delante de sus propias narices, a su amante.

—¡Pero dónde está esa ambulancia! —oye gritar.

Baltasar, paralizado y perplejo, no se mueve de su trono. Sus pensamientos se confunden con el ulular de una ambulancia que, entre el alboroto de gente, ya se viene abriendo camino. Descienden de ella un par de sanitarios, a los que sólo les resta certificar la muerte del director de arte de la cabalgata de Reyes Magos.

—Los creativos, que siempre andan perdidos en su imaginación— le bromea a Baltasar uno de sus pajes negros—. Normal que le hayan atropellado, como a Gaudí. Lo mismo terminan llevándolo también a un hospital de pobres.

Baltasar no sale de su trance, y el paje se siente ignorado.

Al conductor de la carroza le va a dar un síncope, de lo nervioso que está:

—No sé cómo ha podido pasar; he empezado a maniobrar y de repente lo he visto debajo de las ruedas traseras del tráiler.

Los organizadores del festejo intentan tranquilizar al chófer, tratando de pasar por encima de su crisis de ansiedad: no van a quedarse los niños sin su cabalgata de Reyes, justo ahora, que está a punto de empezar.

—¡Dios!, ¿pero cómo no he podido verlo? He mirado por el espejo retrovisor y juro que no había nadie. Y de repente estaba allí, bajo las ruedas del camión, como por arte de magia.

Será la magia de la Navidad, la de unos Reyes que han venido del Oriente cargados de regalos... Y la que parece haber hechizado al rey Baltazar: sus ojos luminiscentes temblequean como idos, sobre el lienzo oscuro de su rostro. Es víctima de su propio conjuro maléfico, unas pérfidas palabras que pronunció a la ligera en el peor momento, directas al corazón de un hombre inseguro, demasiado sensible: «Creo que después de este sarao no conviene que nos vuelvan a ver juntos».

En un visto y no visto, el amante del rey mago se ha lanzado bajo las ruedas que ahora lo tienen destrozado, las de un camión capaz de arrastrar 25 toneladas. No pesa ni la mitad, toda esa parafernalia que había diseñado el impetuoso suicida para su rey, su príncipe, su anhelo, su deseo, su todo...  El doble le está pesando ahora la culpa al rey Baltasar...

Mas el rey mago, de aspiraciones republicanas y concejal de festejos en el Ayuntamiento, sabe que no es un buen momento para apearse de la carroza, y mucho menos para dimitir: tendría que dar demasiadas explicaciones. Tampoco al conductor le dejan otra escapatoria: a regañadientes, vuelve a ponerse al mando de la cabeza tractora y enciende el motor. Con pulso trémulo, los nervios en punta, sortea a la multitud de mayores y niños. Nadie parece adivinar que el rey pintado es un impostor, así como su poltrona de oropel, pura fantasía. Su Majestad observa cómo le ven pasar y, con aire de pirado, va arrojando caramelitos, que endulzan las penas de los demás...

Comentarios

  1. Me encanta el espíritu navideño, oyes.
    Un relato que no tiene la intensidad de otros tuyos, pero en el que disfruta ese humor negro costumbrista que tan bien se te da.
    Un saludo,

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    1. Jaja... Sí, creo que el escrito es menos floreado, como más en formato telegrama. Gracias Juan. Un saludo.

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