La sonrisa del artista

Colibrí arrinconado

Toda la noche, entre sueños alborotados, el pintor estuvo persiguiendo una expresión. Imaginó un cadáver sin rostro que lo tenía atrapado por los tobillos. Tiraba de él hacia un pozo sin fondo, interminable, un intestino purulento y hostil. La maroma orgánica se le enredaba y trepaba, apretándole por el cuello con la desgana e indolencia de un noticiario en la hora de comer. Un galerista vino a contemplar esa obra suya de tonos oscuros y pegotes densos: "Inquietante. Pero nadie va a querer colgar esto en el salón de casa".

El intestino se descompuso, el lienzo se iluminó. Los tonos se volvieron anaranjados, límpidos, brotó una flor. Se perfiló el semblante de una adolescente enamorada. Un colibrí detuvo el tiempo, no antes de que sus plumas, azuladas, se tornaran de un carmesí apasionado. El conjunto armonizaba con las mejillas sonrosadas de la joven. En febriles sueños esbozó el pintor su firma, arrinconada en un lienzo que nada tenía que ver con su manera de ser y de sentir. Fue pesadilla del artista un corro de jóvenes admiradoras, entusiasmadas con aquella maravilla sin alma. Desde lo alto, apoltronado en su nube de teoría, un ideólogo le escupió a la cara que sus obras no encerraban manifiesto alguno.

Amaneció y abrió los ojos el artista. Despertó con hambre de desayunarse un lienzo. Lo cubrió de negro y gris, lo salpicó de contrariedades. Arrinconó a un colibrí de un azul cobalto y metálico. En medio de todo aquello plasmó su firma desdibujada, garabato vehemente que desafiaba la negrura. Ya por último, cuando el hijo de sus entrañas estuvo parido, se regaló, a sí mismo, la sonrisa de una adolescente sobrada de picardía...

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