La madriguera

Habitantes de la madriguera Plot Point
Me gustan las historias de tono melancólico y ritmo lento. Como las películas de Naomi Kawase, donde el viento mece las copas de los árboles, y la tempestad no es más que el camino que conduce al silencio. Sin embargo yo, ruidoso y charlatán, soy lo más parecido a un payaso agitando un sonajero. Una matraca, más bien. Supongo que uno aspira a lo que no es: el ser humano es pura contradicción. Si comiéramos jamón todos los días, seguro que nos entrarían antojos de chóped o mortadela...

Desde que tengo memoria, he padecido de una incurable dolencia: la necesidad de contar historias. El caso es que, los que bien me conocen, saben que soy una de esas personas que no callan ni debajo del agua. De hecho, cuando guardo silencio más de tres minutos seguidos, ya hay quien me anda importunando: "¿Te pasa algo?". Y lo que me pasa es que, en el fondo de mi ser, me agrada el silencio y no me cae del todo mal la soledad. Y como a los perros, me desagradan los pertardos. Aunque lo disimulo bien, la sed de silencio forma parte de mi esencia...

Casi por casualidad me enrolé, hace bien poco, en una modesta compañía de teatro. En realidad aquello, más que una compañía de teatro, era una troupe de actores de medio pelo, sin chinches pero con mucha hambre, la de representar sobre las tablas. De repente, me sentí entre iguales, como si hubiera regresado a aquella madriguera de la que nunca debí salir y en la que, seguramente, me parió mi madre auténtica. ¿He dicho ya que me gusta contar historias? Pues allí, en esa madriguera de paredes y cortinas oscuras, no sólo podía contarlas, sino que me azuzaban para que lo hiciera.

En aquel agujero me esperaba toda una familia, numerosa y adoptiva -que no postiza-. Salvo un par de hermanas mayores y algún otro como de mi edad, la mayoría de mis hermanos eran prácticamente unos cachorros. El más pequeñuelo, de tan flexible que era, conseguía plegarse a voluntad. De hecho, por ahorrarnos un pasaje, lo escondíamos dentro de una maleta, cuando en bus íbamos a representar, de feria en feria, por las aldeas más remotas. Y por supuesto, como en cualquier familia con pedigrí homologado, aquella madriguera la regentaban un papá y una mamá.

Mamá derramaba amor a troche y moche y, como polluelos alborotados, nos conducía en tropel. Nada de ir ordenaditos, todos en fila. "Escuchen a sus hermanos y encontrarán el verdadero camino hacia la interpretación", nos repetía a todas horas. Y claro, así andábamos, como en penumbra: dándonos porrascazos contra las paredes... Mientras nos descoscorotábamos unos contra otros, mamá reía y tomaba notas en una libreta, con el empeño de un loquero en el manicomio que éramos.

Papá se dejaba caer por la madriguera sólo cuando le venía en gana, y siempre con la solemnidad de la sombra desde la que le gustaba acecharnos. Era un tipo observador, flaco y silente, de esos que economizan las palabras. Justo lo contrario que yo. Preparaba unas pizzas de muerte, auténticas, con su puntito de sal y todo. ¡Con lo que me gusta a mí la pizza...! "¡Esfuércese mijito, que interpreta su propio papel a todas horas!", me vino a decir una tarde de ensayo. Pero con otras palabras, no las recuerdo exactamente, con su dejo cantarín de argentino de ascendientes hispano-italianos -¡ah, coño, ahora entiendo lo de las pizzas...!- Yo sabía que no le faltaba un ápice de razón, pero claro, me adentré en la madriguera con tan solo mi hatillo breve de payaso charlatán...

¡Tremendo quilombo nos armó el flaco! -cosa propia de los argentinos, por cierto-. No sé qué vaina argumentó acerca del conflicto y las tensiones físicas que lo jalan a uno sobre el escenario, como si el teatro fuera un cuestión de sokatira y levantadores de piedras vascos... Y luego dijo que, desde que el hombre es hombre, o mujer, en el decorado de la vida lo principal del asunto es la manducatoria y las ganas de follar. Y me pregunté yo: ¿qué les importará a las anoréxicas lo del comer, y lo del procrear a los castrados?

Porque vale, bien: reconozco que lo de la pitanza y la tramoya de faldas me tira. Pero, ¿dónde queda todo lo demás: lo de la insoportable levedad del ser, el murmullo de los océanos, o la decrepitud de los domingos por la tarde? ¿O lo de qué será de nuestra existencia, cuando nuestras madres no estén para traernos el tupper con las cocretas? Bueno, sí, esto último tiene que ver con la manducatoria; reformulemos la pregunta desde el punto de vista de la vieja: "¿Qué será del cojudo de mi nene, cuando ya no esté yo acá pa' trapearle la mugre?"

Pero ahí seguían papá y mamá, dale que te pego con el argumento de la imperiosa necesidad del conflicto. "¡Conflicto físico!", era su proclama. "Dime la clave de acceso a la nevera, o te mato", "Si me matas, nunca la sabrás; mejor, hagamos el amor, y te abriré las puertas de mi corazón refrigerado". ¿Y qué se me da a mí, tanto tira y afloja, si tan solo pretendo dejarme acariciar por una brisa marinera? -esto creo que me ha quedado un tanto amanerado-.

Tal vez papá y mamá tengan razón, y el conflicto sea tan ineludible como el que, a cada rato, se entabla entre mi yo silencioso y el payaso hablador. ¿Acaso no hay aquí dos fuerzas contrarias, tan físicas como cualquier otra, que batallan, una por salir, la otra por cerrar la puerta?

Por el momento, desde que me instalé en la madriguera, creo que el yo bullanguero va ganando la partida. Pero si en algún momento creen no reconocerme, que no les extrañe. En ocasiones me dejo convidar, por el silencio, a amables tragos de melancolía en soledad...

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