Café solo y bien cargado

Taza de café
Foto por Ignacio Palomo Duarte
Si es que alguna vez las tomé, he perdido las notas al respecto de esta historia. Hago un esfuerzo por arrastrarla a la luz de mi memoria. Recuerdo que ella era jueza. Como temía que cualquier otro momento del día estaría abierto a demasiada aventura, habían concertado la cita a primera hora de la mañana. Una de esas citas a ciegas para amantes con vocación de desesperados. También creo recordar la obsesión de ella por el orden y la puntualidad. Tanto, que se le había convertido en un vicio incurable y pernicioso. Él, sin embargo, no es que padeciera del síndrome contrario, sino que su personalidad era inclasificable: todo le daba igual. Lo mismo dejaba todo recogido que por medio, o llegaba pronto o tarde, según se levantara cada día. A veces era flexible, y en ocasiones intolerante. Era bipolar en cuanto a su modo de proceder.

Él acudió a la cita doblegado por los rescoldos de la resaca. Estuvo a punto de olvidarse, y si terminó asistiendo fue casi por casualidad. Iba tan perturbado, en el metro, de regreso a casa tras una noche de empapar en alcohol su vida mediocre, que se apeó en la estación equivocada. Entonces el recordatorio de la cita se le alumbró en la cabeza, como una bombilla intermitente y gastada. Dudó entre tomar el siguiente tren, que le conduciría a casa, o acudir al encuentro. La estación en que se había bajado le venía bien para el transbordo hacia la cita. Quizá fue ésa la única razón que lo llevó finalmente a decantarse por presentarse ante aquella mujer desconocida.

Cuando llegó, ella estaba a punto de marcharse. Se maldecía a sí misma, por haberse prestado al juego en que la habían metido sus sentimientos de soledad. Lo vio aparecer como quien ve un espantajo en una alucinación. El tipo llevaba los ribetes de la camisa salpicados de vómito. "¿Eres Arcadia?", le preguntó. "Sí, yo soy", respondió ella, incapaz de eludir un comienzo de conversación que a todas luces no le conduciría a buen puerto. Luego él hizo un amago de reírse de ese nombre suyo, tan raro, que la adornaba desde siempre, pero ni fuerzas le quedaban para ello. "Si no me tomo un café me moriré aquí mismo y tendrás que llamar a un juez para que levante mi cadáver". A ella le sobrecogió que hubiera mencionado la actividad que más detestaba en su profesión. Se disculpó e hizo un amago de marcharse, pero él la sujetó por el brazo: "Ya que he venido hasta aquí, quédate al menos hasta que me tome ese café. ¿Dónde cojones se ha metido el camarero? ¡Jefe, haga el favor de traerme un café, solo y bien cargado! ¿Qué vas a tomar tú?"

Ella no quería pedir nada. Escudriñó las finas manecillas de su minúsculo reloj de pulsera, antes de dictar sentencia: "Está bien. Un café, pero luego me marcho". De nuevo el sentimiento de soledad debió gobernarla, y la amarró a la silla y la impidió huir. Él no era ningún experto en el arte de enredar a las mujeres, pero supo cómo alargar ese café toda una vida. Ella le perdonó todas sus manías. Salvo la de llegar tarde a todas partes, cuando le daba por abandonarse al azar de su voluntad...

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