Y el repartidor, que no llega

Gelatina de fresa
Foto por Roger Ferrer Ibáñez
La gerente supervisaba el correcto funcionamiento de la hamburguesería con la rutina precisa de un metrónomo. Andaba nerviosa de un lado para otro, pues el camión de reparto aún no había llegado. Consultó su reloj de pulsera, y después se acercó al nuevo vigilante para susurrarle unas órdenes que le había repetido ya cien veces:

-Recuerde, siempre sonriente, ¿eh?, siempre sonriente. Que al público no le quepa duda de nuestra amabilidad.

Incómodo y tambaleante dentro de su uniforme rojo púrpura, el vigilante se sentía como una gelatina de fresa. Estirando el bigote, agudizó una mueca a modo de sonrisa que no convenció en absoluto a la encargada. Ésta arqueó las cejas alzando la vista al cielo sin estrellas del local, y tras buscar de nuevo la hora en su reloj emitió un lamento:

-¡Dios mío!, ¿dónde se habrá metido el repartidor?

Aquel sábado por la tarde la hamburguesería rebosaba de gente, por lo que andaban muy al límite con las existencias de patatas fritas. La gerente se echaba en cara toda la responsabilidad al respecto, pues no había realizado el pedido de suministros sino hasta última hora. Dejó a un lado los reproches y, prosiguiendo con su pauta de metrónomo, se acercó hasta la cocina.

-¿Cómo vamos? -preguntó por enésima vez aquella tarde.

El empleado a cargo de la freidora le mostró la última bolsa de patatas congeladas, y aunque la acababa de abrir, la supervisora estimó las provisiones con nulo optimismo. Desde el interior del mostrador, observó agobiada la larga fila de clientes que serpenteaba por todo el local. Un chiquillo de menos de cinco años, archiaburrido de esperar, forcejeaba por liberarse de su madre, que le retenía asido de la mano. Cual abejorro en el aire, el niño detuvo por un instante su zumbido inquieto al descubrir que la encargada le estaba mirando. Ésta sonrió al pequeñín -siempre hay que sonreír a los clientes-, y cuando giró la cabeza para consultar la hora en su reloj de muñeca, el abejorro decidió que se volvía a aburrir y continuó con sus intentos de evasión. La gerente se acercó con paso firme hasta la puerta del local, con la esperanza absurda de ver acelerada la llegada del camión de reparto. Ninguna novedad entre el tráfico agitado de un sábado por la tarde... Afligida, echó otra miradita al reloj, coincidiendo con el momento justo y preciso en que el niño conseguía por fin liberarse de su madre:

-¡Miguel, anda, ven aquí!

El niño no hizo caso. Mientras el minúsculo abejorro zigzagueaba por aquel campo multicolor de sillas y mesas, su madre, que temía perder el puesto en la cola, apenas se inmutó. El chavalín detuvo el vuelo frente al vigilante, y desde lo bajo de su estatura lo contempló curioso. El hombre receló del abejorro como si lo tuviera en la punta de su nariz.

-¡Recuerde, siempre sonriente! -ordenó la encargada, que pasaba de vuelta hacia la cocina, conforme a su ritmo monótono de metrónomo.

El abejorro continuó con su vuelo errático por el recinto, y a punto estuvo de dar al traste con la bandeja de comida de uno de los clientes.

-¡Miguel, para ya!

La voz imperativa de la mamá casi se hizo inaudible entre el alboroto de unos clientes ansiosos que acudían en peregrinación a por su refresco y hamburguesa. Y a por sus patatas fritas.

-¿Cómo vamos? -preguntó preocupada la encargada en la cocina.

-¡Permiso, permiso! -se escuchó como un rumor prometedor desde la otra punta del recinto.

Por fin el repartidor hacía acto de presencia. La supervisora respiró aliviada, y tal y como vio aparecer al repartidor allá que fue a recibirlo. El hombre empujaba en balde una enorme caja que se había atascado en la puerta de entrada. El vigilante se acercó para sujetarle la puerta.

-¿Cómo llega tan tarde? -preguntó la encargada al repartidor.

-¡Uff, cómo pesa esto! Me olvidé el carrito de portear los bultos, y claro, así, a rastras con las cajas, todo el reparto se me ha demorado. ¡Uff... ya está!

El repartidor logró finalmente traspasar la caja a través de la puerta. Luego comenzó a sortear las mesas y el gentío para trasladarla hasta la cocina. Iba tan lento arrastrando la caja que parecía una torpe tortuga acarreando su pesado caparazón.

-¡Permiso, permiso!

-¿No podría darse un poco más de prisa? -le reclamó la encargada.

-Es que me olvidé el carrito de portear los bultos y esto pesa -repitió el hombre la misma historia.

A la supervisora pareció molestarle la cara sonriente del vigilante que, cruzado de brazos contra la pared, observaba la escena sin echar una mano. Le fulminó con la mirada, pero como las tareas de descarga de mercancías no formaban parte de su cometido, el hombre mantuvo en firme su estado de inacción. Aunque por dentro su ánimo continuaba tambaleándose como una gelatina de fresa...

-¡Permiso, permiso! ¡Por favor, bonito, échate a un lado!

El abejorro acababa de detener el vuelo y obstaculizaba el sendero del hombre tortuga. Éste, que parecía moverse a cámara lenta, aprovechó la circunstancia para sacar un pañuelo del bolsillo con el que se enjugó el sudor del cogote. La encargada, exasperada por tanta parsimonia, recuperó el ritmo de su metrónomo: consultó el reloj y se marchó hacia la cocina.

-¡Miguel, deja pasar al señor!

Miguel reanudó el vuelo errático por el local y el repartidor la perezosa marcha camino del mostrador. En la cocina, el metrónomo de la encargada pareció perder el compás, pues no quedaban ya más patatas que echar en la freidora. Los clientes comenzaban a irritarse, al comprobar con desesperación que la cola no avanzaba. Para colmo, el abejorro les iba poniendo aún más nerviosos con el revoloteo rasante en torno a ellos.

El pequeño giraba y giraba igual que una pesa sobre una olla humana a presión. Los ánimos del vigilante, que temía una insubordinación en el interior de la de la hamburguesería, continuaban con la inconsistencia de una gelatina de fresa. A pesar de todo, el hombre estiraba el bigote con toda una profesionalidad recién adquirida, intentando que su impostura de tipo amable no se le desmoronara por los pies.

Justo a tiempo, la encargada reaccionó, y cayó en la cuenta de lo obvio: iba a tardar menos en ir a buscar las patatas que en esperar a que vinieran a ella. Así pues, atrapó disimuladamente un cuchillo en la cocina con el que rasgar el precinto de la caja, y se fue en busca del repartidor.

-Bueno, si lo prefiere, le dejo la mercancía aquí, en medio de la gente, pero antes me tiene que firmar el albarán de entrega. ¿No tendrá un bolígrafo por ahí?

La supervisora se preguntó si acaso el universo entero conspiraba contra ella. Fuera de sí, y sin percatarse de que llevaba un cuchillo en la mano, dio un par de pasos vacilantes en busca de un bolígrafo. Un escalofrío en forma de ola recorrió la fila y dejó mudos a los clientes que la vieron con el cuchillo en ristre. Si no cundió allí el pánico fue gracias a que el vigilante, siempre alerta, acudió presto al quite.

-¿No tendrá usted un bolígrafo?

No descartó el hombre su sonrisa forzada, ni perdió el cuchillo de vista, mientras buscaba un bolígrafo por alguna parte de su uniforme rojo púrpura. La gerente se percató de su consistencia de gelatina por el temblor de la mano, cuando le entregó el bolígrafo.

El momento de la firma del recibí no fue menos solemne que el de un armisticio de paz: por fin la encargada y el repartidor llegaban a un acuerdo. Hasta el minúsculo abejorro se unió a los actos de reconciliación, y harto de dar vueltas por el recinto acudió junto a su madre.

-Pues nada, ahí le dejo los aros de cebolla. Hasta la próxima.

-¿Aros de cebolla?

La encargada no podía creer lo que acaba de escuchar, pero el albarán corroboraba las palabras del repartidor. Definitivamente, el universo se empeñaba en confabular contra ella y su metrónomo. O cuanto menos estaba a merced, inevitablemente, de los designios de un insignificante hombre tortuga...

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