Los cazadores furtivos

-Mira al cielo, Tomás: por fin llegaron los gansos. Ya pronto comenzamos la temporada de caza.

El graznido delataba a una bandada de aves que, en agitado vuelo, dibujaban una enorme uve. Tan grande era la letra, que hasta el cegato del Tomás era capaz de leerla:

-Uuuuveeee.

El Nicasio desmontó el cañón de su escopeta, le pasó el rascador para quitarle los restos de pólvora del año anterior, y le puso aceite. Comprobó que el mecanismo del gatillo estaba en orden. Luego volvió a ensamblar el arma y la dejó tal como estaba, pero más guapa.

Aún no había amanecido cuando el Tomás vino a buscarlo. Era necesario madrugar si querían coger el mejor puesto. Se habían disfrazado para no llamar la atención, con sus botas de piel vuelta, los pantalones y camisas caquis, los jerséis verde oscuro con cuello de pico, y unos chalecos marrones con bolsillos por todas partes. Incluso habían coronado sus cabezas con sendos sombreros verdes de fieltro rematados con una plumita de ánade real.

-Aguanta tú la alambrera, que primero paso yo.

El Nicasio fue el primero en aventurarse más allá de la linde prohibida del coto. El Tomás lo siguió detrás, tanteando el terreno para pisar en firme. Avanzaron con sigilo, intentando no hacer demasiado ruido para no incomodar a la fauna, sólo iluminados por un retazo de luna. Llegaron a una pequeña loma desde la que se podía intuir la laguna.

-Éste es el lugar, Tomás. Aquí, escondidos entre los matorrales, no nos verán.

El Tomás siempre andaba temeroso, no fuera otro cazador a confundirlos con un jabalí y decidiese abrir fuego contra ellos. Su amigo intentaba tranquilizarlo, aquellos accidentes casi nunca tenían lugar.

Merecía la pena contemplar el amanecer, sentir la fresca caricia de la brisa en el rostro, respirar el olor de la tierra húmeda... Aunque los dos hombres se aburrían de tanto esperar.

-Mira lo que traje, Nicasio.

-¿Qué es eso?

-Un reclamo para patos.

-De nada nos va a servir.

-Ya, pero tuve antojo de traerlo.

Les alcanzó el alba, y con la luz tenue del sol, aparecieron los patos y los cazadores.

-Mira esos dos cazadores, Tomás. Vienen vestidos casi igual que nosotros.

-¿Dónde están?

-Ahí mismo, apostados a pocos metros de la laguna. Date prisa, apunta, que se nos van a adelantar.

-¿Para dónde apunto? El sol del amanecer me deslumbra.

-No alces tanto la voz, que los vas a espantar. Tranquilo, yo te encamino la escopeta. Tú tira al bulto, que raro será que no los alcances con algún perdigón.

Los otros dos cazadores ya enfilaban a los patos con sus escopetas cuando el Tomás y el Nicasio dispararon: "Pim, pam, pum".

-¡Corre Tomás, corre, antes de que venga la Guardia Civil, no nos vayan a coger!

-¿Tú crees que les dimos?

-¡Vaya que si los dimos! ¿No los escuchaste gritar "no disparen"?

-Con los nervios...

-Además de cegato, medio sordo...

Los dos hombres no pararon de correr hasta traspasar el vallado que delimitaba el coto de caza. Sólo entonces se sintieron a salvo.

-Oye Nicasio: ¿tú crees que está bien esto que hacemos?

-¡Calla hombre! ¿Y lo bien que nos lo pasamos?

Contra el muro de mampostería del bar, el Nicasio y el Tomás dejaron descansar las escopetas. Junto a la barra, como dos hombres, desayunaban un carajillo bien cargado de anís. Afuera, allá por el camino que conduce al coto de la laguna, ululaba la sirena de una ambulancia. Desde el cielo, llegaban los graznidos de los gansos viajeros...

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