Para el tiempo que me queda

El cielo era un dilatado atardecer, y de un rojo anaranjado tan intenso, que te transportaba a un estado de melancolía permanente...

Le habían prometido que, si resultaba elegido, alcanzaría la gloria de Mao Zedong, que lo recordarían por generaciones y por todas partes. Sin dudarlo, se alistó al programa espacial, entrenó duro, puso todo su empeño en doblegar a sus rivales. Si salía vencedor, emprendería un viaje sin retorno...

De una vez por todas, había que ganar la carrera espacial a los americanos, para que supieran quiénes eran los auténticos amos del mundo. Por primera vez en la Historia, un ser humano iba a poner los pies en territorio marciano. El Congreso del Partido escogió por fin a uno de los aspirantes, y ése había sido él: Li Chang.

La propaganda anunció a los cuatro vientos que la misión había sido un éxito rotundo. Allí estaba él ahora para dar fe de ello, contemplando un cielo rojo con estrellas, similar a la bandera que, nada más llegar, plantó sobre el terreno de polvo y rocas.

El precio por alcanzar la gloria iba a ser demasiado alto: jamás volvería a pisar la Tierra. La tecnología aún no disponía de medios técnicos suficientes como para que pudiera realizar el viaje de vuelta. ¿Y quién mejor que él para no echar de menos a nadie, si desde niño había forjado su carácter huraño entre las frías paredes de un orfanato de Sichuan?

Sólo él iba a ser capaz de soportar tanta soledad... Debería resistir apenas unos cuantos años, el tiempo que se prolongase la vida útil de las placas solares. Comida tenía en cantidad más que razonable, y el agua, indispensable para su cuerpo, se regeneraba en un circuito bien testado...

Tampoco es que tuviera tiempo de aburrirse, pues le habían preparado una apretada agenda. Mientras llegaba el trance final de las placas solares, debía recoger muestras, realizar experimentos, tomar fotografías... Y por supuesto, remitir sus informes a la base de seguimiento, allá en la Tierra.

Pero un buen día marciano, harto de tanta rutina, se plantó. Caviló que, en cualquier momento, las placas solares iban a fallar. Para el tiempo incierto que le quedaba prefería dedicarse a contemplar el cielo, casi bermellón, que tanto le cautivaba.

Cortó las comunicaciones con la base Tierra, no sin antes simular una avería en el equipo de transmisiones. Más que nada, inventó el estropicio por aquello de mantener la reputación, el honor, el mito de su nombre. Aunque para entonces, se reconocía dueño de su propia gloria y de todo un planeta. Pues nadie más que él tenía el privilegio de contemplar esos atardeceres tan hermosos como interminables...

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