El vendedor de paraguas

Aquella tarde Mamadou decidió quedarse en casa, a pesar de la temperatura agradable de una primavera que invitaba a pasear. Era sábado, en la televisión pasaban al Manchester United, y no quería perderse por nada del mundo a su equipo favorito. Además, pensó que se merecía un buen descanso...

La jornada no había empezado nada bien, porque cuando llegó a la puerta del hiper otro hombre había usurpado su puesto. Ni él ni aquel tipo hablaban bien castellano. Hizo un amago de encararle, igual que una avutarda cuando hincha la gola, y con cuatro o cinco palabras mal chapurreadas en castellano, tuvo que explicarle que, a base de constancia, se había ganado aquella plaza en propiedad, pues acudía allí todos los días desde hacía más de dos años. Mamadou no era muy convincente ni demasiado expresivo. Aun así, y a pesar de su ser flaco y desgarbado, los más de metro noventa de su talla y la piel oscura debieron intimidar al otro hombre, que terminó marchándose a regañadientes mientras maldecía en una lengua indescifrable.

Las mañanas de los sábados eran las de mayor recaudación, porque todo el mundo se encaminaba al hipermercado en busca de provisiones con las que ir tirando el resto de la semana. Los viejitos, que iban a comprar con indiferencia de que fuese o no sábado, eran los más resueltos en cuanto a lo de dar propinas, aunque con un altruismo bastante cicatero, pues apenas soltaban las moneditas de menor valor. A cambio, Mamadou les acarreaba un trecho las bolsas, o les guardaba el perrito mientras realizaban la compra. O hacía como que les escuchaba, sonriendo sin entender media palabra, cuando los ancianos distraían su soledad contándole historias de otra época, en la que no había inmigrantes como él apostados en las puertas de los hipermercados. Que por aquel entonces no eran tales, sino sencillas tiendas de ultramarinos en las que muchos no tenían con qué comprar...

Los jóvenes eran los que menos propinas daban, pero no obstante, cuando lo hacían, éstas solían ser de mayor cuantía. También había otros, ni tan viejos ni tan jóvenes, que entregaban a Mamadou paquetes de comida, o bolsas con ropa usada más o menos "ponible". Incluso una vez, una chica le regaló una camiseta que había diseñado especialmente para él. Pensó que la muchacha tenía alguna pretensión más allá de la solidaridad, pero cuando la invitó a pasar la noche juntos salió espantada. Mamadou no entendía nada sobre el carácter de las mujeres españolas, que en nada se parecía al de las de su tierra: en Senegal, al pan le llamaban pan, y al vino le decían vino.

La recaudación mañanera no resultó ser de las más espléndidas, pero tampoco resultó ser de las peores. De buena gana, Mamadou se hubiera gastado parte del dinero en la casa de apuestas: jugar a favor del Manchester le parecía una ganancia segura. Pero no se lo podía permitir. Así que se conformaría con presenciar el ansiado partido en el televisor enorme que había comprado a medias con sus paisanos senegales, aquellos con los que compartía piso en el casco antiguo de Madrid. Lo único que no era predecible era la cantidad de goles que le iban a caer al Crystal Palace, el rival de turno de aquella tarde.

Cuando llegó a casa, Mamadou se descalzó para estar más cómodo. Desde la ventana, observó alguna nube en el cielo; confió en que aquellas nubes pasajeras no conseguirían estropearle la tarde. Encendió el televisor y, ya sin prisa alguna, se puso a comer cualquier cosa. Después desparramó las piernas, que tan alto como era, sobresalían por un lado del sofá: estaba solo en casa y tenía todo el espacio para él. Miró la hora en su teléfono móvil, y pensó que aún tenía tiempo de echar una cabezadita antes de que empezara el partido. Pronto el sopor de la siesta le venció.

Estaba en lo más profundo de su sueño cuando un eco que cantaba “goool” le espabiló. Una cantada inesperada del portero del Manchester, colocó al Crystal Palace por delante del marcador. Su equipo comenzaba perdiendo en casa, con lo que el partido se ponía aún más emocionante. Mamadou se frotó los ojos para asegurarse que el gol encajado no era un delirio fruto de una pesada digestión. Estiró los brazos para desperezarse, y dio un bostezo como el de un león aburrido.

El extremo izquierdo del Manchester avanzó por la banda. Metió un toque preciso y directo hacia el área contraria, que fue interceptada con la mano por uno de los defensas del Crystal Palace. Mamadou dio un respingo, parecía que el aguijón de un alacrán le hubiera picado en el trasero.

-¡Penalty! -exclamó.

El árbitro no pitó nada. Mamadou extendió sus dedos huesudos y, como si tocara un yembé, pegó un sonoro manotazo sobre la mesa. A pesar de ser un hombre tranquilo, el fútbol conseguía exasperarlo más de la cuenta.

El Cristal Palace se defendía igual que un gato panza arriba, y la primera parte se esfumó sin ninguna otra jugada digna de mención. Cuando los jugadores abandonaron el terreno de juego, sobre el césped brillaba un sol espléndido. Paradójicamente, sobre la ciudad de Madrid, en el país que casi siempre lucía sol, el cielo estaba cada vez más encapotado. Mamadou empezó a temerse lo peor, porque si comenzaba a llover terminaría perdiéndose el partido…

El primer trueno de la tormenta coincidió con el inicio de la segunda parte. Nada más sacar de centro, el Manchester desperdició una ocasión de gol más que clara. Como si las nubes se malhumoraran por la oportunidad perdida, otro trueno retumbó aún con más fuerza. Pronto se envalentonaron unas pocas gotas de tamaño grueso, y para desconsuelo de Mamamadou, el torrente de una lluvia intensa comenzó a lavar con oficio el asfalto y las aceras de Madrid.

Bastante contrariado, el joven senegalés se volvió a calzar las zapatillas. Recogió unos cuantos paraguas del interior de una caja de cartón grande, tantos como pudo retener entre las manos, y no apagó el televisor hasta el último momento, justo antes de salir a la calle al encuentro con la lluvia.

Ya afuera, Mamadou intentó resguardarse del chaparrón bajo uno de sus minúsculos y endebles paraguas. Era un empeño vano, pues el agua repiqueteaba con fuerza sobre el piso salpicándolo todo. Parecería que estuviera completamente chalado en mitad de la lluvia, mientras avanzaba en sentido contrario a la desbandada de gente, que huía de manera atropellada intentando escapar del torrencial de agua.

No tuvo que caminar demasiado, hasta llegar a una gran avenida con cierto tránsito humano. Decidió plantar allí su puesto ambulante, cobijado en parte bajo la techumbre de un balcón. De sus dedos alargados pendían los paraguas, como si Mamadou fuera un mostrador humano.

-Paragua, paragua, paragua…

Su voz tímida era apenas perceptible, diluida entre el sonido del aguacero y el del ruido que producían las ruedas de los vehículos sobre el asfalto mojado.

-Paragua, paragua…

La gente corría de uno a otro lado, algunos escapando sin rumbo, y otros buscando un lugar en el que guarecerse. Casi nadie parecía percatarse de la presencia de aquel vendedor ocasional de adminículos para la lluvia, era como si fuera invisible al otro lado de la cortina de agua.

-Paragua, paragua…

-¿Cuánto valen? –preguntó un hombre casi calado hasta los huesos.

-3 euros.

-¿Tienes cambio?

El tipo mostró un billete de 20 euros, pero Mamadou había olvidado las monedas en casa. Mientras seguía empapándose, el hombre buscó algo suelto en los bolsillos. Cuando por fin encontró alguna moneda, Mamadou hizo su primera venta.

-Paragua, paragua, paragua…

Mal negocio el de vender paraguas en un país en que casi siempre hace sol. Pero hay que probar fortuna cuando la lluvia primaveral coge desprevenidos a casi todos.

-Paragua, paragua…

Mamadou sentía que la humedad se había colado por toda la dimensión de sus huesos largos. Ya era tarde para lamentos, aunque hubiera preferido quedarse en casa y disfrutar del partido. Aquella tarde de sábado, todo el mundo parecía tan tacaño que, con tal de no gastar unos pocos euros, estaba dispuesto a empaparse bajo el diluvio primaveral...

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