Cuento para las niñas que quieren ser mujeres antes de tiempo

Belinda Pichincha estaba linda, como una flor, en su decimoquinto cumpleaños. Con motivo de su onomástica, sus timoratos padres, Bibiana y don José, le habían comprado un vestido largo y floreado. Para festejarla, la llevaron a un centro comercial rebosante de reflejos y olor a palomitas. Allí merendaron, en amor y compaña, unas sabrosas hamburguesas con kétchup y mostaza. Miranda, amiga de Belinda, también estaba convidada.

Después de la rica merendola, Belinda quiso acudir a una fiesta con su amiga del alma. Pidió por ello permiso a sus papás.

-No, Belinda -dijo resuelta su mamá-; tienes que estudiar, lavar tu ropita, recoger la habitación... Además, eres muy pequeña aún.

-¡No soy pequeña, cumplo hoy 15 años! -protestó la joven.

-Haz caso a tu madre, Belinda -dijo el papá, revestido de ternura.

-¡Estoy harta! ¡Que se calle esa furcia! ¡Sabes que no es mi madre!...

La mamá de la bella Belinda no era propiamente tal, sino su madrastra. Pues el papá -abogado de profesión-, tras enviudar, no tuvo más remedio que buscarse una segunda mujer. Su amada hija no tragaba a la mamá postiza, qué desgracia. No pocas veces salía por la boca de la niña la repetida cantinela: "¡Tú no eres mi madre!".

-Belinda, eres injusta -le reprochó el papá-; ¿acaso Bibiana te escatima los mejores filetes del supermercado?

-¡Dejarla venirse a la discoteca! -terció Miranda, amiga verdadera-. ¡Yo controlo, conmigo no le va a pasar na!...

Miranda tenía ya los 16 años cumplidos, mínima edad penal. El papá condescendió con su niña hermosa, pero antes hizo firmar a Miranda un documento. En aquel breve legajo, improvisado en una servilleta grasienta, Miranda se responsabilizaba de cualquier desperfecto que pudiera ocasionar la noche en lo más íntimo de su querida amiga. Sólo así, si Miranda le firmaba ese papelito, quedaba el abogado más tranquilo.

-¿No vas a leer las cláusulas y condiciones, Miranda? -preguntó don José.

-No es necesario, me fío. Me aburre tanto leer...

Al fin cuando Miranda estampó en la servilleta el garabato de su firma, accedieron los papás de Belinda a dejarla marchar. Aunque añadieron aún ciertas objeciones:

-¡Llévate una rebeca, hija, no vayas a coger frío! -aconsejó don José.

-¡Y has de estar en casa, a las 12 a más tardar! -advirtió Bibiana-. De no ser así, te podrías convertir en... en... en una calabaza.

-Venga, Miranda, date prisa -conminó Belinda a su amiga-; todavía me tengo que cambiar este vestido de mierda.

Por último, añadió don José:

-¡Miranda, confiamos en ti!: cuida de nuestra hija. Piensa que has firmado un documento.

Para cuando las dos amigas llegaron a la verbena discotequera, el baile había comenzado ya. Belinda estaba espléndida; destacaba como si la iluminase un rayo de sol, entre un montón de flores sin ojal. Todos los chicos se morían por hacérselo con ella.

-Míralos, Miranda, cómo babean por mí. ¡Qué perracos!...

La confianza depositada en la joven Miranda, le estaba suponiendo un incordio total. Azorada por la responsabilidad, y más preocupada por espantar los moscones que por el baile, andaba pendiente de la integridad moral y espiritual de su amiga. Así era incapaz de disfrutar de la fiesta:

-¡Belinda, coño, deja ya de beber!

-¡No seas brasa, que me recuerdas a mis viejos! A las 12 hay que abrirse, aprovechemos el tiempo...

Belinda bebía cual cosaco soviético en la toma de Berlín, y fumaba, sin medida ni consideración para sus tiernos pulmones, cigarrillos adulterados de mil sabores.

El chunta-chunta nacía de los platos giratorios de un pinchadiscos de guateque, cuando, por la puerta del antro de infierno, apareció el Jhoni, príncipe de la quincalla. En el centro de la pista, Belinda agitaba su cuerpo, con la provocación lasciva de un talle por entero conformado, pero de apenas 15 primaveras. El Jhoni calzaba unas botas de piel vuelta que se había fabricado, él mismo, con piel de rata. La gomina, de dos por uno, confería un brillo irisado a los rizos caracoleros de su pelo. Las ansias se le dispararon, nada más apreciar el contorno sensual de la exuberante Belinda. Tras liberar un par de botones de su camisa, empezó a marcarse un bailoteo, para cortejarla. Aquel pavo real sin plumas no tardó en captar la atención de la quinceañera. Ésta, llevada tanto por su inexperiencia, como por el paroxismo de las drogas blandas -y no tan blandas-, cayó sin remedio en las redes seductoras de aquel don Juan.

-Me molas mazo -susurró Belinda, con un grito acallado por la música.

-Si quieres nos lo hacemos ahora mismo -no perdió tiempo el chaval-. Tengo aparcado mi coche ahí afuera. Lo he tapizado yo mismo, con pelo de conejo. Lo vas a flipar.

-Veo que también adornas tus orejas con los mismos pelos, a menos que sean las luces de flash las que andan aturullando mis sentidos...

-No te confundes, nena; en realidad, es el mismo pelo con que he forrado mis botas. Ya ves, soy un hombre de mil oficios...

Belinda anunció a Miranda que se marchaba, sin más preámbulos, con aquel adonis engatusador que tanto la había cautivado.

-Me he enamoriscado de este príncipe. Dile a mis viejos que ya iré mañana por casa, si eso.

-No me puedes hacer esto, Belinda -protestó Miranda-; he firmado un contrato con tu padre.

Pero de nada sirvieron las objeciones de la amiga:

-Está bien, tú sabrás lo que haces. Pero recuerda que deberías estar de vuelta antes de las 12. Si no, te convertirás en... en... en una cucurbitácea.

-¿En una cucu qué?

La cuita de Miranda no era pequeña. No tanto por lo que le pudiera suceder a Belinda, sino porque era consciente de haber estampado su firma en aquella servilleta. Temía que la integridad de su amiga del alma hubiera quedado realmente bajo su responsabilidad. No obstante, eludió la tarea de correveidile que Belinda le había encomendado, y, en vez de avisar a sus papás, prefirió marcharse a dormir sin más. Y, como aquel que dice, mañana sería otro día...

Y llegó el mañana. A eso de las 8, sonó el teléfono en casa de Miranda.

-¡Miranda! -le gritó su madre- ¡Miranda! ¡Miranda, coño, que te levantes! ¡El papá de Belinda está al teléfono, que te pongas!

- Uaaaaa... grongrón... -gruñó la joven- ¿Qué hora es? ¡Joder, son casi las 8 de la mañana! ¿Es que nunca me van a dejar dormir en paz en esta puta casa?

Al otro lado de la línea esperaba la voz áspera de don José.

-Buenos días, Miranda; ¿está contigo Belinda?

-¿Eh? No, aquí no está. ¿No ha llegado a casa aún?

-Anoche no regresó.

-Se le habrá escapado el autobús.

-Más te vale -dijo en tono amenazador el señor Pichincha-. Dejé a mi dulce niña bajo tu custodia; recuerda que me firmaste un documento. Como no aparezca, te va a caer un puro... que pa' qué te cuento. ¡Clank! -colgó enojado.

Belinda ya nunca jamás regresó a casa de sus padres. Se la comió la noche...

Poco tardó Miranda en comparecer ante un juez de guardia, en uno de esos juicios rápidos que te cambian el destino con la ligereza de un embarazo improvisado.

-Se le acusa de haber extraviado -dijo serísimo el señor juez- a la menor Belinda Pichinca, cuya salvaguarda y protección le fue confiada a usted, Miranda Benítez, de 16 años años de edad, por estos señores aquí presentes que dicen ser sus papás.

-Ellos no son mis padres -protestó Miranda.

-El papá y la mamá de Belinda, se entiende -aclaró el juez.

-Ella no es su mamá verdadera -se defendió Miranda.

-¡Protesto! -esgrimió el señor Pichincha con la solvencia del abogado que era-. Eso no viene al caso.

-Protesta admitida. No interrumpa, señá Miranda -ordenó el señor juez-, que ya es usté mocita. ¿Algo que objetar, abogado de la defensa?

-¿Eh, qué es lo que ha pasao? -preguntó adormilado el del turno de oficio que le había caído en suerte a Miranda-. Por mí, todo bien.

Veintiún meses y un día, en un centro especial de reeducación para jóvenes descarriadas, fue la condena que le cayó a Miranda.

Pero como el juez era un tipo magnánimo y conciliador, le impuso a la adolescente, a petición del señor Pichincha, una medida extraordinaria y alternativa:

-Como la señá Miranda no tiene antecedentes, la pena le queda conmutada por otra de carácter social. La susodicha Miranda deberá realizar, en casa de los señores Pinchincha, las funciones de hija que otrora desempeñara la desaparecida Belinda. Eso sin el menoscabo de la pena que en el ama de estos señores esté causando, seguramente, la ausencia de su hija natural.

-No se azore, señor juez -dijo la madrastra de Belinda-. En lo que a mí me toca de hija natural, la pena no es para tanto...

-¿Y por qué tengo que hacer yo de hija adoptiva? -protestó Miranda.

-Porque lo pone en la letra pequeña del documento que usté firmó -replicó el juez-. Y así será hasta que alcance ústé la mayoría de edad, o hasta que a la joven Belinda le dé por aparecer por casa de sus papás, si es que tiene a bien aparecerse. ¡He dicho! Desalojen la sala, que ya va siendo hora de almorzar.

Y haciendo tilín, con una campanilla que tenía a la sazón, el juez dio el juicio por terminado.

-¿Y podré comer todas las hamburguesas que yo quiera? -preguntó Miranda a sus nuevos padres.

-Sí, hija -respondió la mamá postiza-. Pero antes tendrás que estudiar, lavar tu ropita, dejar recogidita tu habitacioncita...

- ¡Jo!... ¿Pero qué puta mierda de familia sois? ¡Eres bastante peor que mi verdadera vieja!...

Moraleja de este cuento, niñas: por más que os creáis toda una mujer que todo lo sabe, nunca os fíes de un abogado. Y sobre todo, jamás de los jamases firméis un papel sin antes leer la letra pequeña. Aunque sea una simple nota escrita en una servilleta grasienta.

De Belinda Pichincha sólo se supo que huyó con el quincallero de sus amores. Dicen que los cinco chiquillos que tuvieron por prole no conocieron más abuelos que unas ratas atrevidas. La familia tomó alojamiento en los confines de una chatarrería, bajo un techo de uralita con agujeros de mil estrellas. Y juntos, fueron todos felices, comiendo pan con chorizo. Y sardinas enlatadas, con kétchup y mostaza...

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