Migas con chocolate para el camarada

El alcalde de aquel pueblecito andaluz parecía satisfecho por el buen tiempo, pues el día de primavera prometía sol y una temperatura agradable. Pero sobre todo, estaba contento porque por primera vez en su vida iba a estrechar la mano del camarada S. Ramos Gómez, secretario general del Partido Comunista y líder de la República Popular de los Pueblos Unidos de España.

El Partido se enorgullecía de que todo individuo, en esa gran nación, disfrutaba de una sanidad y educación dignas e igualitarias. Paradójicamente, el alcalde era el tipo más bruto del pueblo. Bien era cierto que iguales se sentían todos, cuando les faltaba tal o cual medicamento que sólo se podía conseguir en el mercado negro, bajo el riesgo de ser encarcelado. Pero al menos, aquel día el sol repartía sus rayos por igual para todos los vecinos del pueblo, y todos proyectaban la sombra en la misma dirección...

Las calles del pueblo lucían preciosas, engalanadas con cientos de banderitas rojas con la hoz y el martillo impresos en chiquito. El rojo intenso contrastaba con el blanco de las calles recién encaladas para la ocasión, todo tal y como lo había dispuesto el alcalde.

La plaza del Ayuntamiento estaba lista: más banderas rojas, y una mesa enorme para más de 50 comensales. En el centro se había reservado, para el camarada Ramos Gómez, el antiguo trono de lo que fuera la iglesia del pueblo. A su lado se sentaría su propio hijo, al que todos veían ya como su sucesor. Eso si es que el camarada Ramos Gómez decidía un día morirse, pues con casi 90 años aún gozaba de una salud de hierro, a pesar del puñado de cigarrillos que fumaba a escondidas de su médico personal. En las otras sillas se sentarían el resto de camaradas importantes, tales como militares de alto rango, comisarios políticos, el médico personal del camarada Ramos Gómez, y demás personajes ilustres que todo el mundo conocía. Y justo en un ladito, en uno de los extremos, hasta el propio alcalde del pueblo tendría su lugar.

En una esquina de la plaza, un grupo de mujeres se afanaba en preparar unas migas con chocolate, con las que agasajar al camarada Ramos Gómez. Conseguir el pan duro para tanto comensal no había sido fácil, y menos con los tiempos de escasez que corrían, debido a una sequía pertinaz y polvorienta. El Partido no terminaba de construir nunca el prometido pantano, con lo que el agua era insuficiente para regar las hortalizas. La producción de cereal de Castilla tampoco acostumbraba a llegar al otro lado de Sierra Morena, y el aceite que por allí producían era como el oro verde de la República: se exportaba para conseguir divisas, de modo que los lugareños apenas lo podían catar.

Pero el camarada Ramos Gómez era astuto y, con la promesa de parar el programa nuclear, había conseguido la donación de parte de los excedentes de cereal de la Unión Europea. Así conseguía unas raciones extras para el ejército, y de paso conseguía paliar un poco el hambre de su querido pueblo. Pese a las donaciones de trigo el pan escaseaba, por lo que el alcalde se tuvo que poner serio, para conseguir que los vecinos colaboraran con la materia prima de las migas con chocolate que se estaban preparando.

Los años de felicidad y paz que trajo la revolución, no habían logrado cambiar las costumbres más arraigadas: las mujeres seguían siendo las que se encargaban, entre otras cosas, de cocinar. María, una de las cocineras, andaba con la mente en otra cosa, pues su hija Ernestina, de tan solo 7 años, iba a pronunciar el discurso de bienvenida en loor del camarada Ramos Gómez. Mientras María le daba una y otra vez vueltas a las migas, Pepe, su marido, repasaba una y otra vez con la niña el discurso. María buscó, a través de la plaza, la mirada cómplice del esposo. Éste la tranquilizó con un simple gesto que hablaba por sí mismo: "la niña se lo sabe todo, de pe a pa".

De repente la comitiva presidencial irrumpió en la plaza. Todo el pueblo vitoreó al Partido y al propio camarada Ramos Gómez: "¡viva la República Popular, viva el camarada Ramos Gómez!". El camarada agradeció las alabanzas, con un gesto de beneplácito que recordaba a una bendición papal. Mientras los miembros de la comitiva tomaban asiento, cada uno en su puesto a lo largo de la mesa, la banda municipal entonó el himno nacional. El pueblo acompañó cantando la letra, y desde el balcón del Ayuntamiento se izaron las banderas. Con tanta pompa y fanfarria, al bruto del alcalde se le puso la carne de gallina, por la emoción.

Cuando el himno nacional acabó, Ernestina subió al estrado, que estaba situado justo en frente de la mesa de Ramos Gómez. La niña iba vestida con un precioso traje rojo de gitanilla que, a modo de lunares, llevaba estampadas minúsculas hoces y martillos. El alcalde no supo dónde meterse cuando más de un comisario del Partido pareció molesto, porque la voz de pito de la niña se acoplaba con el sonido de los altavoces. Ernestina pronunció el discurso fenomenal, y todos aplaudieron. El alcalde respiró aliviado: el camarada Ramos Gómez parecía contento.

Estonces el camarada subió al estrado y, con su voz honda y ronca de fumador, tomó la palabra. Pronunció el esperado discurso que todos se sabían de memoria, pues el camarada Ramos Gómez siempre contaba la misma historia, de cuando la guerra: que si él por entonces era un simple sargento al servicio de la República; que si gracias al desinteresado apoyo del camarada Stalin, y a la abnegada entrega de los miembros del Partido, los fascistas empezaron a perder posiciones; que si las tropas del general Franco fueron sorprendidas en las afueras de este querido pueblo en que ahora me encuentro; que si él mismo en persona, que era un simple sargento, sorprendió y capturó al general Franco, que se había escondido, como un conejo, en el interior de una higuera; que si la mismísima Pasionaria se personó en el pueblo y preguntó por el hombre que había hecho preso al general Franco, porque tenía el gusto de conocerle, a él, que sólo era un sargento; que si la Pasionaria le condecoró al día siguiente, y realizaron un festejo y comieron migas con chocolate en las mismísima plaza del pueblo en que ahora se encontraban; que si al día siguiente empezó la verdadera revolución, y primero fue acabar con los facciosos que, ahora descabezados, no presentaron gran resistencia; que si luego hubo una enconada lucha contra los anarquistas, socialistas y trosquistas, enemigos acérrimos del pueblo; que si a la par se tuvo que combatir a los nacionalistas, meros representantes de la burguesía catalana y de la Iglesia Católica vasca; y que si por último se trazó un plan para desenmascarar a todos los anti revolucionarios y contrarios a la idea del Partido.

Y así siguió y siguió hablando el camarada, por más de una hora, y dejó más que claro que fue en aquel pueblito del sur en donde cambió el rumbo de la guerra, y hasta el de la vida de él mismo, camarada Ramos Gómez, que de simple sargento fue ascendiendo, porque le cayó simpático a nuestra desaparecida y muy querida Pasionaria, y cuando ésta murió ahí estuve yo para asumir la voluntad del Partido, y serviros como desde siempre he hecho, y también tengo una anécdota, me vais a permitir...

Las mujeres que habían cocinado las migas con chocolate estaban perplejas, sin saber qué hacer, pues hacía más de una hora que las tenían más que listas, y el camarada no paraba de hablar. A María y su marido Pepe eso le traía sin cuidado, allá se atraganten con las migas los comisarios y todo el Partido, pues lo importante era que su hija había pronunciado el discurso más que bien. Y hasta la niña le había preguntado a Ramos Gómez, con infantil inocencia -por supuesto, fuera del guión que el bruto del alcalde había preparado-, que para cuándo la presa y el agua con que regar los huertos.

Cuando después de más de dos horas, y tras finalizar el discurso, el camarada Ramos Gómez volvió a la mesa, las mujeres empezaron a servir unas migas que, para entonces, ya estaban más que revenidas. El alcalde, ciertamente contrariado, protestó a María:

-¡Están más tiesas que la mojama!

María le respondió con un gesto de interrogación que venía a decir "¿qué quiere que le hagamos?".

-¿Y el chocolate? -preguntó el alcalde.

-¿Y de dónde quiere que lo saquemos? -respondió María.

El camarada Ramos Gómez, que era el único miembro del Partido que se atrevía a ser sincero, comentó que "por entonces, cuando la guerra, las migas me supieron mejor". Tras unos cuantos vasos de vino, rebajado con agua, los comensales olvidaron el desastre de las migas.

A la caída del sol, el camarada Ramos Gómez ya había desaparecido del pueblo en su flamante y blindado Mercedes, y también el resto de la comitiva. Hombres y mujeres, todos iguales y en perfecta armonía, adecentaban la plaza, mientras el alcalde iba dando órdenes de cómo se debía recoger.

El pueblo amaneció al día siguiente con sus acostumbradas monotonía y escasez. De los festejos, en las impecables calles, no quedaba más que un recuerdo desaborido...

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