¿A dónde vamos?

Autobús en medio del desierto, por una carretera hacia ninguna parte
Foto por Nick Kuckmak
El día en que Moisés emprendió la que acabaría siendo una larga travesía camino de ninguna parte nadie lo siguió. Intentó convencer a algunos de sus amigos, pero ninguno quiso acompañarlo. Su orgullo le hizo reprocharles un «peor para vosotros», con lo que ni siquiera tuvo una cariñosa despedida con aquellos a quienes nunca más volvería a ver.

Cogió el autobús a eso de las tres de la tarde, sin fijarse en el aspecto humilde que tenían la mayoría de los pasajeros. Moisés no daba demasiada importancia a la apariencia de nadie, y eso que era desconfiado por naturaleza.

El autobús era una tartana que igual debió tener un aspecto inmaculado en otro tiempo. Nadie con dos dedos de frente hubiera comprado un pasaje en aquel despojo rodante. Sobre todo teniendo en cuenta que la ruta, de más de mil kilómetros, era a través del desierto. Pero siempre hubo pobres y despreocupados en este mundo. Desde luego que a Moisés las trazas del bus le trajeron sin cuidado. Aunque no le cayó bien que su plaza estuviese al lado de una señora gruesa que, además, había ocupado su número de asiento, junto a la ventanilla. Moisés no protestó más que por dentro, y no le reclamó. Padecía de una introspectiva forma de ser que lo hacía demasiado tímido para los tiempos rudos que corrían. Así que se resignó a sentarse en el breve espacio que la señora gorda había dejado libre entre sus propias posaderas y el reposabrazos del otro asiento. Asiento sobre el que iba a viajar Moisés, y cuyo cuero cuarteado y hundido prometía cualquier cosa menos comodidad.

El chófer subió al autobús e hizo el recuento de pasajeros, pidiendo de paso los billetes. Era un tipo que se engominaba el cabello con su propia grasa. Vestía un pantalón amplio en color beige, y una camisa medio desabotonada con cercos de sudor en las axilas, que dejaba entrever, sobre su torso peludo de fauno, una cadena de oro de muchos quilates. El conjunto de su figura iba a juego con las gafas de pasta y lentes gruesas que gastaba. Puede que su vista no fuera muy aguda, pero presumía el conductor de conocer tan bien la ruta, que era capaz de hacerla hasta con los ojos cerrados. Y viendo el calibre de sus lentes nadie lo ponía en duda.

—Billete, billete —iba pidiendo al pasaje—. Billete... Señor, su autobús es ése de al lado.

El pasajero despistado abandonó a toda prisa el autobús.

—Señora, por favor, su billete...

—Perdone —dijo la señora gruesa—. Es que me he puesto al lado de la ventanilla porque me mareo.

—Si al caballero no le importa, a mí tampoco —dijo el chófer a Moisés, sin mirarlo siquiera—. Caballero, su billete.

—Es igual —respondió resignado Moisés, entregando su billete.

Por fin el autobús se puso en marcha. El ensordecedor traqueteo del motor espabiló a más de un pasajero, que ya empezaba a dormitar. Pero en cuanto el ruido se hizo monótono se convirtió en un arrullo que invitaba al sueño, incluso a pesar de los corridos mexicanos que, a voz en alto, escuchaba el chófer en un viejo radiocasete, tan impropios para aquella hora de la siesta.

Moisés hubiera querido también dar una cabezadita, o incluso teletransportarse en un largo sueño al otro lado del viaje y del desierto. Pero su oronda compañera de ruta se le adelantó con una sonatina de ronquidos entrecortados en clave de fa, que sonaba algo así como «cococó, silencio, cococó, aaaaffff». Y no era que el aquel ronquido atronase más que el motor, sino que a Moisés le entró rabia y fue su propio hervor por dentro lo que no lo dejó dormir.

Poco a poco, con inevitable parsimonia, el destartalado vehículo fue avanzando en su ruta. Cuanto más se adentraba en el desierto, más insoportable se hacía el calor. Para colmo de males, el vetusto carruaje ni traía aire acondicionado de serie, ni nunca se lo llegaron a instalar, con lo que el viaje estaba suponiendo un verdadero retroceder en el tiempo, que permitía conocer a los viajeros la sufrida vida de sus abuelos. Al menos tenían la suerte de no viajar a lomos de una mula.

Un ventilador minúsculo, situado estratégicamente sobre el parabrisas, ofrecía aire al conductor sin que uno solo de sus cabellos lubricados se inmutase. Producía el aparato cierta envidia entre los pasajeros, pues por un exceso de expectativas presuponían que daba una brisa refrescante y tonificadora. Del espejo retrovisor había colgado el chófer un rosario de cuentas de color rojo-fosforito, que oscilaba al ritmo machacón del autobús y de los corridos mexicanos. Insistía el hombre en martirizar con sus canciones a las primeras filas del pasaje, volteando y volteando siempre el mismo casete, cuando la cinta de hierro y cromo llegaba al final de su recorrido. Los de las filas de atrás quedaban a salvo de la tortura musical, gracias al atronador ruido del motor.

Un par de niños archiaburridos desesperaban, con peleas continuas, a su papá y a los pasajeros próximos. En la parte trasera del autobús, un joven, de aspecto serio y despreocupado, se encendió un porro de marihuana. Alguien cercano protestó, pero el conductor no se dio por enterado. Mientras, Moisés llevaba la mente en otra cosa, soñando con una vida mejor al otro lado del desierto. En la ciudad que acababa de dejar atrás no había trabajo, ni para él, ni para ninguno de sus amigos de toda la vida, esos que, inexplicablemente, no habían querido acompañarlo. De vez en cuando, miraba de reojo a la señora del asiento de al lado, que seguía roncando tan plácidamente, y arrinconándolo, cada vez más, en su pedacito de asiento.

Hacía tiempo que el bus había tomado un pequeño desvío, y desde entonces no se había vuelto a cruzar con ningún vehículo. Era una trocha de más de 200 kilómetros, gracias a la cual el conductor conseguía un dinero extra, al ahorrarse pagar el peaje de la autopista. Y de paso, alargaba la agonía del pasaje.

A mitad del desvío, justo cuando más parecía golpear el sol, el chófer detuvo el motor e hizo un alto en el camino:

—Paramos 15 minutos.

Las señoras debieron acordarse de la puta madre del conductor, pues, en aquel lugar inhóspito en medio de la nada, no había ni un matojo, ni una roca que levantase más de 2 palmos. Así que cada cual se las tuvo que apañar como pudo, para orinar detrás de alguna toalla o sin pudor, mientras algunos hombres miraban con descaro.

Una de las mujeres debió desear un «ojalá te mueras, hijueputa», con tan mala fortuna, que hizo pronóstico. De forma repentina, el chófer cayó a plomo entre el asfalto y la arena, mientras se fumaba un pitillo. Al verlo caer, los pasajeros acudieron a auxiliarlo. Le echaron agua en la cara para refrescarlo, e incluso uno de los pasajeros le dio un masaje cardíaco. Pero ya no volvió el hombre en sí, porque estaba más que muerto.

—¡Dios mío! —se lamentó la señora gorda— ¿Qué vamos a hacer ahora, en medio del desierto?

En ese preciso momento, los pasajeros se desentendieron del chófer y empezaron a preocuparse por ellos mismos. Al padre de los dos mocosos peleones la preocupación se le multiplicó por dos. Algunos sintieron sequedad en la garganta, al comprobar que en aquel punto remoto del desierto los móviles no tenían cobertura. El muchacho serio que viajaba en la parte de atrás se lió otro porro. La mayor parte del pasaje no hacía más que quejarse de su mala fortuna, hasta que Moisés puso un poco de cordura:

—¿Nadie sabe conducir este trasto?

El joven de la marihuana se ofreció a llevar el autobús. Pero nadie sabía dónde había puesto el conductor la llave. No la había dejado puesta en el contacto, y entre sus ropas no encontraron más que una cartera sudada y un viejo peine de plástico. Por más que rebuscaron en la cuneta no encontraron nada. También buscaron donde, antes de morir, el chófer había dejado su último reguero de pis. Pero nadie encontró la llave: allí sólo había un montón de arena en la que buscar.

—Está claro que si nos quedamos aquí nadie nos encontrará —dijo un señor flaco, que hasta ahora había sido un mero espectador.

—¿Y a dónde vamos a ir? —lloriqueó la señora gruesa.

Quizá por avivar un poco los ánimos, o tal vez porque deseaba más que nadie comenzar una vida nueva, Moisés habló a la gente con determinación:

—¡Seguidme, y yo os sacaré del desierto!

Dada su timidez, su ofrecimiento entusiasta fue un inesperado arrojo que le hizo sorprenderse de sí mismo. Pero fue de una seguridad tal, que nadie dudó de que ésa era la mejor opción. Cuando Moisés se puso en camino, todos le siguieron. Y eso que, en el fondo de su ser, no tenía ni la más remota idea de para dónde debía caminar...

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