La sopa se enfría

Salón comedor de un barco
El ambiente aparentaba ser aún más cálido, debido a los brillos y destellos de la cubertería de plata, y de las lámparas bañadas en oro que colgaban del techo. Las dos amigas se alejaron un poco las gafas, hasta la punta de la nariz, para leer mejor la carta.

—Espero que este plato de aquí —dijo Florencia, señalando una de las líneas de la carta— no sea una de esas sopas frías que tanto detesto.

—Pregúntale al camarero, querida —comentó Enriqueta.

Aquellas dos cincuentonas mustias se habían embarcado en aquel crucero que atravesaba el Atlántico, más que por el viaje en sí, por el placer de, a la vuelta, cotillear y dar envidia a sus amigas. Se alojaban en camarotes anexos, de primera clase.

—Perdone —dijo Florencia, interceptando al maître—, ¿en qué consiste este plato, éste de aquí?

Justo cuando el maître le estaba dando las indicaciones pertinentes, los músicos se arrancaron con las primeras notas de un vals suave. Era un cuarteto de cuerda, de dos violines, una viola y un violonchelo.

—No me ha quedado claro —le comentó Florencia, en voz baja, a su amiga, cuando ya el maître se había retirado—, ¿es una sopa fría?

—No he prestado atención, querida. Estaba pendiente de los músicos. Ese calvito del bigote, el del violín grande, me recuerda a mi ex marido.

—De todas formas, voy a hacer caso al camarero. Me ha dicho que era una sopa exquisita de marisco. ¿Tú, querida, qué vas a pedir?

—No sé. Lo mismo qué tú.

Aún era temprano, y las actividades que se celebraban por la tarde en el barco, para entretener al pasaje, todavía no habían terminado. Tal vez por eso, en el comedor no había más comensales que ellas dos.

—¡Camarero, camarero! —alzó Florencia la voz—. Hemos decidido que las dos vamos a tomar esa sopa de marisco que usted dice que está tan rica.

—¿Y de segundo, qué van a tomar?

—Aún no lo hemos decidido —respondió Enriqueta.

—Está bien, no se preocupen. Luego les tomo nota.

Florencia se empeñaba en descifrar el resto de platos de la carta, pero con aquellos nombres tan raros no obtenía ninguna pista. Mientras tanto, su amiga Enriqueta horadaba nerviosa, con la uña, el pan, que se comía haciendo pequeñas bolitas.

—No hagas eso con el pan —le reprendió Florencia—, es de mala educación.

—¡Aj, qué más da! Total, ¿quién me va a ver? El comedor está vacío.

—Te ven los camareros, y los músicos. Y te veo yo.

—¡Ni que tú fueras tan importante!

Por fin apareció un camarero con los platos. Los dejaba ya casi encima de la mesa, cuando un golpe seco sacudió al barco, y la sopa estuvo a punto de vertérsele fuera de los platos.

—¡Uy, qué susto! —exclamó sobresaltada Florencia— ¿Camarero, qué ha sido eso? ¿No nos iremos a hundir, como el Titanic?

—No se preocupen, señoras —intentó tranquilizar el camarero—. Disculpen, voy a preguntar.

El camarero salió a la carrera hacia la cocina, sin dar tiempo a Enriqueta a pedirle otro pedazo de pan. Los músicos, que habían silenciado sus instrumentos tras la sacudida, salieron también a ver qué pasaba, con lo que las dos amigas quedaron completamente solas en el comedor. Fue Enriqueta la primera en probar la sopa:

- Mmmm... De veras que está rica.

—¿A ver? Voy a probar —comentó Florencia—. ¡Aj... no sabe a nada! Está insípida, le falta sal.

—¿Sal? ¿Qué quieres, que sea salmuera? Está en su punto.

—¡Tú que sabrás...!

Procedentes del exterior del comedor, se oían ruidos de gente que iba de un lado a otro del barco, de manera apresurada. Pero las dos amigas, inmutables, permanecieron sentadas a la mesa.

—Menudo jaleo se escucha ahí fuera —observó Enriqueta, y a continuación dio un sorbo a la sopa.

—La gente, que es una maleducada, querida.

Florencia apenas había probado un sorbo de sopa: esperaba a que el camarero regresara, para pedirle el salero. Pero allí no aparecía nadie.

—Como no te comas la sopa se te va a enfriar —exhortó Enriqueta a su amiga.

—¡Qué vergüenza de servicio! Ni un camarero por ningún lado. Cuando terminemos de cenar, les voy a poner una reclamación. ¡Vaya si se la voy a poner! Y eso si terminamos de cenar, porque aquí no aparece nadie para preguntarnos por el segundo plato.

Florencia no tuvo más remedio que empezar a comerse la sopa, por más que le resultase insípida. Lo cierto era que ya se le estaba quedando fría, lo que añadió aún más inquina a su insustancial desgracia. Enriqueta apuraba ya las últimas cucharadas de su plato.

Mientras tanto, en el exterior del comedor de primera clase cundía el pánico. El barco se había empezado a hundir, muy lentamente, hacia el fondo del océano, y ya parte del pasaje abordaba los primeros botes salvavidas. Pero las dos amigas, ensortijadas de oro y con sus ostentosos collares de perlas, permanecían ajenas a todo lo que en el barco sucedía. Su absurda manera de ser, las mantenía más preocupadas de sus pequeñas bagatelas, respecto a la sopa de marisco o el desacertado color de las mantelerías, que de poner a salvo sus vidas. No eran conscientes de que, en aquella situación, lo de menos era si la sopa estaba más o menos sosa o fría. Claro que, para haberse dado cuenta de que se iban derecho a las profundidades, hubieran tenido que ser capaces de alzar la vista, un poco más allá de las lentes que reposaban en la punta de sus narices...

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