Redistribución salvaje de la renta

Hace dos viernes, me disponía a sacar algo de dinero del cajero, cuando dos niñas gitanas, aparentemente del este de Europa, me abordaron con la excusa de solicitar mi firma para una causa perdida. Consiguieron así distraer mi atención, para pulsar el botón del cajero con la cifra "500". Enfadado les grité "¡fuera, fuera!", pero en una segunda acometida me robaron los 500 euros. Y yo, sin apenas ver la trampa, intuí que me estaban robando...

Mi perseverancia me ayudó a recuperar el dinero, después de perseguir durante unos 20 minutos a la niña que yo pensaba que llevaba el dinero. La policía la detuvo, me acompañó a un cajero, y allí pude comprobar que efectivamente me habían robado. Afortunadamente, para mí, la niña llevaba encima el dinero, y tras poner la pertinente denuncia pude recuperarlo.

No sé qué moraleja quiero sacar en esta historia que me aconteció. Creo que no tengo moraleja alguna: sólo un poso de tristeza me queda sobre la condición humana. La actitud de la niña no fue correcta, pero no dejo de pensar en su realidad, imagino que bien distinta a la mía. Es más que probable que su familia la empuje hacia ese modo de vivir. Casi seguro es que sus padres la utilizan para delinquir, ya que es menor de edad. ¿Cómo juzgarla a ella con dureza? Dijo que se llamaba Séfora, y después de tanto seguirla, a la par que desesperación también sentí por ella admiración y ternura.

Hace años, un tipo al que conocí en una reunión definió "atraco" como "redistribución salvaje de la renta". Creo que esta vez me tocó a mí la redistribución, y como a cualquiera que estuviese en mi lugar, no me simpatizó demasiado la operación dineraria. Creo que no sirve de nada preguntarse qué hubiera hecho la familia de Séfora con el dinero, pero adivino en su modo de vida cierta carencia que yo al menos nunca tuve. Y es eso sobre todo lo que me deja siempre pensativo: la triste condición y realidad de los seres humanos... ¿Y cómo romper esa eterna cadena que se hereda de padres a hijos?
Pienso también en todos los que se quedaron con lo que yo consideraba mi dinero y a los que no pude poner una denuncia: un mal amigo, un jefe, la compañía telefónica, un bar con una cuenta excesiva, un banco... Casi ninguno me infundió la ternura de Séfora.

Como antes decía, no encuentro moraleja en esta historia. Un día mi vida se cruzó con la de Séfora, ella utilizó su talento para quedarse con algo de mi dinero, y yo empleé toda la perseverancia de que soy capaz para recuperarlo. Y al final, nuestras vidas continuaron por su camino, ambos, con una experiencia más que contar...

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