El tsunami

La gran ola de Kanagawa, de Katsushika Hokusai
La gran ola de Kanagawa, de Katsushika Hokusai

Abajo, en lo más ínfimo de la cloaca, seres tiznados se afanaban en conseguir, siquiera, una migaja. En la superficie, otros seres bien distintos gravitaban en torno a una quimera de algodón de azúcar, desentendiéndose del obligado paso por ventanilla, en la ilusión de no recoger sus recién adquiridos pasajes hacia el abismo...

Medraban en lo más alto irrespetuosos animales de piel de porcelana, sabandijas a la caza de desgracias ajenas con que alimentar los lamentos propios. Plañideras vociferadoras, a los cuatro vientos, de su pena insustancial, atronadoras de brisas y oídos de inermes vírgenes y recién destetados.

En la cloaca, las criaturas conocían, de sobra, que la llorera sólo sirve para embarrar el camino polvoriento de la subsistencia. Su tumefacta morada quedaba lejos de los sumideros que evacuaban la torrentera de lágrimas que les venía de más arriba. Un fluido tibio y salado descendía en remolinos impetuosos, reventaba las cañerías oxidadas, y terminaba salpicándolo todo, con su balanceada fórmula de mierda y perfume caro.

El cenagal pestilente que empantanaba la cloaca, atiborraba de aflicción a los imbéciles que lo provocaban. Sus trastocadas psiques chapoteaban en la ciénaga de una piedad fingida, alardeando de su gracia para ser víctimas y redentores a un mismo tiempo. Mas lo único cierto eran sus corazas contra el hedor propio y la calamidad ajena. Desde siempre, el pasatiempo favorito de los indolentes llorones fue el de asomarse al ventanal magnífico de la autocomplacencia. Pasar allí, como embobados, las horas muertas. Tan ensimismados andaban contemplando el paisaje de sus ombligos, que no alcanzaron a percibir -o no quisieron verla llegar- la ola gigante que venía a arrebatarlos de la superficie.

Los necios no sólo se conjuraron contra la realidad de la ola gigante, sino también contra el humilde patrón de la patera que acudió a concederles cierta oportunidad: lo de construir firmes botes y luego bogar, para salvar las olas, les pareció una proposición onerosa e indecente. Prefirieron creer en la confortabilidad de las colchonetas hinchables, de colores, que, a módicos precios, mercachifles de todos los pelajes les habían venido a ofrecer, junto a toda una sarta de disparatados artilugios y accesorios neumáticos. En cuanto arribó el tsunami, toda aquella flotilla neumática y henchida de prepotencia expiró en un suspiro, si acaso, el único soplo de irrefutable pesar. La resaca monumental desparramó mutilados cuerpos por cada orilla. Al menos, los despojos ofrecieron, a las criaturas de la cloaca, la excelente ocasión de superar la barrera de otro día. Las aguas renovadoras, que siempre encuentran su camino, y dan de beber a quien tiene sed...

Tras el paso del tsunami, para los supervivientes, nada nuevo sobre la playa: el mismo sol, e idénticas excusas...

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