Sabor a caramelo

Cielo de Madrid de color caramelo
Foto por Federico Jordá

Por lo que fuera, ahora que tenía el ansiado abismo bajo sus pies no se atrevía a dar el salto. Los pensamientos enmarañados, que poco antes le invitaban a saltar, jugaban ahora a volverlo loco, regándole la cabeza con un mar de dudas. Abajo le esperaba el abrazo rotundo del pavimento de hormigón; la misma tristeza insondable le aguardaba, como cada día, si no daba ése paso adelante. «Sólo un paso y ya está», se dijo.

—Perdone, ¿me ayuda a cruzar al otro lado?

Se volteó ligeramente para mirar quién le acababa de hablar. Un hombre, tan desorientado como él, tanteaba torpemente, con su bastón de ciego, el mismo murete sobre el que se había encaramado para suicidarse. La emoción que lo tenía embargado le había impedido sentir la llegada del ciego. Volvió a mirar al vació bajo sus pies. Luego, de reojo, observó de nuevo al ciego. Los ojos de aquel hombre se movían inútilmente, como buscando, a izquierda y a derecha, la poca luz que quedaba ya del día.

—¿Al otro lado? —le preguntó al ciego.

—¡Sí, coño, al otro lado! ¿Qué tiene de extraño?

La entereza del invidente le hizo sentirse, por comparación, como una mierda. Parecía tan rabiosamente decidido a saltar... Pero luego dudó, como siempre, aunque ahora más de las convicciones del otro hombre que de las suyas. Volvió a arrobarse con la visión del vacío bajo sus pies.

—¿Me va a ayudar a cruzar o qué? Porque no tengo todo el tiempo del mundo... —le apuró el ciego, sacándole de su trance por segunda vez.

Desdenció del murete con un movimiento ralentizado. Asió al ciego por el brazo, para ayudarlo; olía a bodega; se le antojó desagradable el tacto sucio de su gabardina.

—Tenga cuidado, que hay un altillo. Espere; le echo una mano para subir.

—¡Cada vez se lo ponen a uno más difícil, los hijos de puta!

Encaramado de nuevo sobre el murete, junto a aquel hombre desconocido, y en un momento tan íntimo, se sintió ridículo.

—Seguro que hace un precioso atardecer, y yo perdiéndomelo. ¡Qué bonita, esta puta vida!...

El sarcasmo del ciego lo empujó a levantar la cabeza y mirar al frente: el cielo ámbar, como de caramelo recién tostado, le ofrecía la tibieza de sus últimos rayos del día. Por primera vez en mucho tiempo el horizonte se le presentó dulce y prometedor.

—¿Qué cojones hacemos aquí parados, cruzamos o qué? Porque no siento venir ningún coche. ¡Con lo que tengo que hacer!... ¡Ande, suélteme, que ya me las apaño yo solo!...

Vio al ciego dar ese paso adelante, así, como si nada, el que no se decidía a dar él...

Ni un segundo tardó en sentir el golpe, al unísono, de carne y huesos quebrados contra el pavimento. No quiso mirar más hacia abajo: de repente, la simple altura del murete le producía vértigo. Una leve sonrisa se le hizo incontenible, al imaginarse al pobre ciego, en su breve descenso, tanteando el aire con su bastón y moviendo los ojos tan de balde...

Algo aturdido, bajó por el lado opuesto al del abismo, resuelto a perseguir ese horizonte, con regusto a caramelo, que le estaba provocando como nunca antes...

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