Un charlatán silencioso

Comercial con traje y maletín, dando saltos de alegría en una playa
Foto por Mish Sukharev
Uno acaba enterándose de todo lo que se rumorea a sus espaldas. De mí, algunos que creen conocerme comentan que no soy más que un charlatán risueño. Será porque no paro de hablar... Pero están algo equivocados. Lo cierto es que me considero un tipo bastante insociable, y con pocas ganas de conversación. Si parloteo sin medida es porque adoro el silencio. No soporto ese maldito runrún de las conversaciones ajenas, que luego persiste y rebota en mi cabeza como un eco molesto. Para lo que me vienen a contar, prefiero ser yo el que ponga a los demás la cabeza como un bombo. Total: es una cuestión de autodefensa.

Y claro: esta manera de ser tan mía ha determinado los múltiples oficios que he tenido. Yo hubiera preferido un trabajo de hombre solitario. No sé, en un faro anclado sobre un cabo perdido e inhóspito, o siquiera un empleo como vigilante nocturno en un almacén. Qué sé yo... Pero por lo que fuera, el destino siempre me tuvo preparado uno de esos trabajos en los que me era ineludible el trato con las personas. Pues casi siempre he trabajado como un maldito comercial...

En concreto, me he ganado la vida como uno de esos vendedores que intentan persuadir a la gente, para que adquiera todo tipo de adminículos y cachivaches que, tras una prometedora apariencia, esconden una utilidad más que cuestionable. Se me hace imborrable el rostro de esos viejitos que, al principio con desconfianza, me abren la puerta. Como auténtico galán de la puerta fría, gracias a mi locuacidad sin límites y aparente encanto consigo seducirlos fácilmente. Con poco esfuerzo logro que firmen el contrato de compra de, por ejemplo, un formidable colchón de automasajes. Pobres almas abandonadas, sí, que reciben las caricias de nadie... Les hago caer en la trampa de la venta a plazos: 60 letras a pagar en cómodos plazos, no menos confortables que su colchón masajeador. Por delante todo un lustro de matrimonio con el banco, acaso los últimos años de una vida, sin que en el momento de garabatear su firma sobre el contrato de compra atisben las intenciones de mi engañifa...

Pero cuando se tiene un trabajo como el mío, no se consigue dormir bien por las noches. El eco de la conciencia rebota en tu cerebro, con semejante desafuero al del runrún de las conversaciones ajenas que no soporto. El sistema ya tiene preparado el antídoto para tus noches de insomnio: las farmacéuticas te aprovisionan de todo un surtido de somníferos, como parte de una conspiración, a escala global, para desconectar tus neuronas. Pues al día siguiente tendrás que seguir endosando colchones a los viejitos, y, mientras tú te envileces, las farmacéuticas, la banca y las macrocorporaciones colchoneras continuarán engrosando sus ya de por sí pingües beneficios...

Hasta que un buen día te hartas de ser un títere más de esa tramoya obscena, y decides enviarlo todo al carajo. Como sabes que va a ser tu último mes en ese empleo de mierda vas y echas el resto. Con tu palabrería acostumbrada vuelves a encandilar a los viejitos que vas visitando a lo largo del mes. Pero esta vez les concedes una pizca de generosidad: les sueltas el rollo de que, como oferta especial, para que prueben su puto colchón, sólo han de enviar la transferencia de los tres primeros plazos, y si no quedan conformes con los masajes les devolverán su dinero. Eso sí, te las pergeñas para que la transferencia la realicen a tu número de cuenta.

Ves transcurrir el mes con la banalidad de costumbre, mientras tu cuenta corriente va engordando a pasos desacostumbrados. El sueño nocturno te vence, pero ya sin el acopio de pastillas... Y eso a pesar de que un tercio de los putos viejos se echan finalmente para atrás, y no efectúan la transferencia. Si es que no se puede confiar en nadie, y menos en la gente mayor, tan desconfiada...

Llegas a fin de mes sin agobios. Tu jefe te pide explicaciones, y le lloras y le cuentas la milonga de que la venta se te dio mal, que por primera vez no lograste endosar ninguno de los magníficos artículos de su catálogo. Inmisericorde, te pone de patitas en la calle, sin considerar que, hasta la fecha, malvendiste tu alma al diablo sólo para enriquecimiento suyo. Le agradeces su desconsideración, sobre la que dormirás esa misma noche a pierna suelta.

Al día siguiente vas a tu banco de confianza. Recoges el dinero que los amables viejitos han depositado en tu cuenta corriente. Que de inmediato cancelas, para burlar el cerco de comisiones que conlleva tu saldo cero.

Haces parar un taxi, y pides que te lleven al aeropuerto. "¿Qué, camino de alguna parte?", te interroga el conductor. Los taxistas, que se aburren y no saben permanecer callados. "Sí, camino de alguna parte", le respondes. Te da por pensar que allá donde vayas tendrás que buscarte un empleo, porque el dinero que los benévolos viejitos te han cedido, tarde o temprano se te acabará. Tal vez debas aprovechar el tiempo de fugitivo, invertir en aprender un nuevo oficio. Por ejemplo, el de tanatopractor: los muertos, poco hablan. Todo lo contrario que el taxista, que, como si hubiera adivinado lo lúgubre de tu pensamiento, te mira por el retrovisor e insiste en interrogarte: "¿Y para dónde va?".

Le sonríes con la mejor de tus amables muecas. Lo cierto es que aún desconoces en qué vuelo encontrarás un pasaje libre. Pero por fuerza, estás decidido a embarcar rumbo a un destino confortable y remoto. Sólo sabes que te marcharás para siempre a un archipiélago con playas de agua tibia y arena fina. Sí; recalarás en una de esas islas desiertas y silenciosas, en la que, si acaso, sólo los cocoteros y el rumor de olas te darán una miaja de conversación...

Comentarios

Entradas populares