Veinte minutos

Casa de baños, Madrid
Foto por Mai
-¡Agua! -reclamó a los empleados municipales, apenas estuvo listo bajo el caño.

Se abrió la ducha y la lluvia fue dicha sobre su piel terrosa. Ya venía necesitando un enjuague generalizado. El aguacero anegó su intimidad, arañada de surcos por el vagabundeo y la indigencia. El cronómetro de la casa de baños comenzaba a descontar los minutos.

Desde lo alto divisó las uñas de sus pies, tercas como caparazón de crustáceo. Por un momento le martilleó suavito la evidencia de no poseer herramienta con que acortarlas, pero el agua cálida disolvió cualquier amago de aflicción. Se enjabonó el cabello y entre las orejas, el pecho y la panza; mas no dio de sí para alcanzar la espalda en toda su dimensión. Luego, la esponja se adentró por la selva de matojos en que mora su miembro viril, feliz y satisfecho cual trompa de elefante en una charca de barro...

De la guarida más inhóspita, allá por los vericuetos del trasero, desalojó a unos inquilinos tan pelmas como apelmazados, a los que no les cupo más remedio que recoger sus bártulos y marcharse por el desagüe. El reencuentro fugaz con la carnalidad de nalgas y muslos le puso nostálgico.

Dobló la espina dorsal para alcanzar los pies, siguió descendiendo, chirriaron los oxidados muelles de sus rodillas. Los dedos agradecieron aquella visita, tan inesperada, y lo recompensaron con figuritas de arte moderno recién moldeadas. Él no hizo caso a tanto agasajo, y continuó enjabonándose, ahora los tobillos y las canillas.

Y por fin se abandonó, sin más, a la caricias del chorro humeante. El cronómetro insistía en su riguroso retroceder, arrancándole segundos de humanidad. Él no le concedió la mínima importancia a aquella vicisitud, ahora que el torrencial reverdecía las tierras yermas y abandonadas de su ser interior. Para cuando el empleado municipal le anunció que su tiempo de gozo había expirado, su alma era ya fértil de nuevo. Aunque los veinte minutos le habían sabido tan a poco...

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