La herencia

Junto al lecho de muerte.
Por Edvard Munch
Pese a todos los pronósticos, en el lecho de muerte estaba rodeado por sus cinco hijos. Se habían congregado en torno al viejo moribundo empujados por el único nexo que les unía: la avaricia, ante la repartición de la posible herencia que, en alguna parte, presuponían que debía tener escondida. No existían otras razones ni sentimentalismos más allá del mero interés. A fin de cuentas, el padre se había comportado en vida como un auténtico hijo de la gran puta; no había manera más breve y acertada para definirlo, ni ropajes que le entallaron tan bien.

Si acaso, Andrés, el mayor de los hermanos, era el único que no se parecía en nada al padre. Más bien, era su madre quien le había contagiado la enfermedad incurable y hereditaria de la resignación. Por el contrario, sus hermanos, Lucía, Juana, Amparo y Pepe, eran versiones de la misma ruindad del padre, aderezada por un resentimiento común hacia la vida cicatera a la que fueron condenados durante la infancia.

Salvo Andrés, ninguno tuvo un mínimo gesto de agradecimiento hacia la madre, ni supo valorar la enormidad de coraje con que se empeñó en sacarlos adelante. La abandonada esposa tuvo que hacer auténticos ejercicios de funámbulo para administrar una casa con las cuatro perras que el marido le dejaba caer, con cuenta gotas, cada principio de mes. Siempre estuvo igual de sola que una viuda, pues el marido nada más aparecía por casa cuando el sueño le vencía y no encontraba otro lecho de mujer más a mano. Era tan ausente, que no acudía ni a las horas de comer, porque sabía que poco había que rascar en las alacenas desangeladas de su propia casa. Prefería el crápula merodear por la cantina del señor Julián, para regalarse la buena vida que escatimaba a la familia legítima. El lustre de su piel, tersa y sonrosada, contrastaba con el aspecto pálido y desmejorado de su mujer y chiquillos.

Mientras engalanaba a sus niños y esposa con ropajes de pordiosero, él siempre iba de punta en blanco. Tenía el hombre cierta obsesión por el buen vestir, y reñía a la mujer y la advertía con severidad para que mantuviese su par de trajes impecables y a salvo de las travesuras de los niños. Llegaba a las manos con la parienta si descubría cualquier desperfecto o arruga en los trajes, pues aseguraba que esas eran sus herramientas de trabajo. Aunque alguna idea tenía, la mujer nunca supo con certeza cómo se ganaba la vida. Pero sí sabía que era mejor no hacer demasiadas preguntas.

Años después de aquella infancia desperdiciada, cuando a la vieja le llegó el momento de expirar, sólo Andrés se dignó a visitarla en el hospital, para que no muriera sola. Incluso se hizo cargo de todos los gastos del sepelio. Las cosas eran bien distintas ahora que el padre tocaba a su fin. Los hermanos de Andrés esperaban que, al menos en el lecho de muerte, el viejo se enterneciera y les confesase dónde tenía guardado el dinero que nunca empleó en ellos. Si es que había dineros escondidos...

Que a todas luces tendría que haberlos, ya que el padre, que siempre echó en cara a los hijos el trabajo que le costaba el mantenerlos, nunca fue amigo de despilfarrar. Y mucho menos lo era de confiar en los bancos, para que le guardasen unos ahorros que, según él, con tanto esfuerzo había ganado. Para custodiar sus dineros ya se bastaba él mismo, metiéndolos en una caja que, según decía, escondía en un lugar secreto. Había asegurado a la familia que sólo confesaría el escondite cuando le llegase el turno de espicharla. Ahora que había llegado ese momento, los cuatro hijos menores confiaban en que el viejo cumpliera con su promesa. Sólo Andrés desconfiaba de quien jamás cumplió una palabra dada. Pero de todas formas allí estaba, junto a sus cuatro hermanos, en torno al camastro en que su padre agotaba los minutos últimos de un miserable existir...

Con palabras zalameras, Lucía y Juana intentaban sonsacar a su padre el escondite de la presunta caja en que guardaba los ahorros de toda una vida. Cualquier tentativa resultaba baldía, y ni siquiera Amparo, más estratega que sus dos hermanas, lograba arrancarle una sola palabra de los labios. Pepe, contrariado porque el viejo no soltaba prenda, despotricaba en alto sin la menor decencia ni inteligencia alguna.

-¡Coño, Pepe, que te va a sentir; así nunca nos dirá dónde esconde el dinero! -le echó en cara Amparo.

Ya temían los cuatro hermanos menores que el papá enfilase el camino hacia el infierno sin revelarles su secreto, cuando en el último aliento de vida el moribundo pronunció con esfuerzo el nombre del hijo mayor. Entonces, Andrés se acercó a la cama y arrimó la oreja a los labios susurrantes de su padre. Éste balbuceó unas cuantas palabras, dibujó en los labios una mueca burlona, y finalmente expiró.

-¡Miradle, con qué cara de hijoeputa se ha marchado para el otro barrio! -fue lo único que acertó a decir Pepe.

-¿Pero qué te ha dicho, Andrés, qué te ha dicho? ¿Te contó dónde escondió la caja? -preguntó ansiosa Lucía.

Conociendo la avaricia de los hermanos, Andrés sabía que la revelación final de su padre le iba a suponer más de un quebradero de cabeza. Porque entre otras cosas, le había venido a decir que no había caja ni tesoro escondido. Era consciente de que Pepe, Juana, Lucía y Amparo jamás le iban a creer.

-Me contó algo personal, que prefiero callarme. Y respecto al dinero, dijo que se lo gastó todo.

-¿Pero exactamente, qué cojones te dijo el viejo? -le interrogó con vehemencia el hermano.

-¡Sí!, ¿cuáles fueron sus palabras exactas? -dijo Juana.

-Creedme: lo único importante es que no nos ha dejado ningún dinero.

Después de incinerar los restos mortales del padre, tras un escueto acto fúnebre al que no asistió nadie más que ellos, los cinco hermanos vaciaron las cenizas en la primera alcantarilla que encontraron a su paso. Lucía, Juana y Amparo se disputaron la urna funeraria vacía. Pepe, harto del revuelo de gallinero que en un momento armaron las tres, por un objeto tan estúpido, lo hizo añicos estrellándolo contra el adoquinado sucio de la acera.

Luego, con la exhaustiva profesionalidad de un pelotón alemán de la Gestapo hambriento de méritos, los cuatro hermanos pequeños revolvieron todo lo que había que revolver en casa del padre. Hasta desmantelaron las baldosas del suelo y los azulejos de las paredes, y redujeron los muebles a astillas, sin que la dichosa caja de caudales apareciese por ningún lado. De buena gana Andrés se hubiera desentendido del asunto a las primeras de cambio, pero era consciente de que no tenía escapatoria. Para su desgracia, las últimas palabras del viejo fueron para él, por lo que ahora sus hermanos le acosaban para que revelase de una vez el secreto que, según pensaban, reservaba para él.

-¿Pero qué te dijo papá exactamente? ¿Qué es lo que te contó? ¡Anda, dinos! -le apretaban las hermanas, como en un interrogatorio.

-¿No veis que la caja no está en la casa? -se lamentaba Pepe-. Seguro que el viejo la escondió en otro lugar, y Andrés no quiere decirnos dónde está, para quedarse con todo el dinero...

Andrés se sintió tan acorralado que, rabioso, amenazó a sus hermanos con contarles todo, palabra por palabra.

-Está bien, sabréis todo lo que me dijo papá, pero ni aun así me vais a creer. Os va a joder oírlo...

-¡Habla de una puta vez! -insitió el hermano.

Andrés pensaba que el remedio iba a ser peor que la enfermedad, que mejor hubiera sido no dar tantos detalles ni explicaciones. Y aunque sabía que las palabras finales del viejo les iban a escocer, ante la insistencia de sus hermanos, no le cupo más remedio que repetírselas literalmente: "Nada de mí dejo en ti. Toda mi herencia, queda en la manera de ser de tus hermanos. Diles que no esperen otra cosa: el dinero lo gastaba en putas y amantes".

Pepe, Juana, Lucía y Amparo no quisieron entender nada, pues eran incapaces de comprender argumento distinto que no fuera el del lugar en donde el viejo había escondido el dinero. Tal y como pensaba Andrés, ninguno le creyó, y le echaron en cara que se estaba burlando de ellos. Terminaron retirándole la palabra, y envidiosos de que él hubiera sido el único testigo de las palabras finales del padre, le guardaron un rencor ciego de por vida.

Así fue como el legado del viejo pasó a cuatro de sus cinco hijos reconocidos. El virus de la ruindad se transmitió a la siguiente generación, como siempre lo ha hecho por los siglos de los siglos...

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