Inexorable destino

Cables cortados, o más bien mutilados
Cables mutilados por un hombre que pretendía cambiar su destino
Las cosas suceden porque tienen que suceder, es inútil darle más vueltas al asunto. En ocasiones nos gustaría trastocar la manija que marca el sendero de nuestro destino, pero cuando los acontecimientos se presentan tercos, cual carneros en disputa de una hembra, no hay nada que hacer para disuadirlos de sus intenciones.

Pese a toda esa predeterminación de los hechos consumados, aquel oficial de primera, perteneciente al cuerpo técnico de reparaciones ferroviarias, se había emperrado en mudar los designios que le encaminaban a su despeñadero particular. Pensaba que, al menos, nada perdía si ponía algo de su parte en el intento.

Andaba el hombre husmeando en el interior de una arqueta de registro, situada en uno de los andenes de la estación central. Parecía que aquel agujero cuadrangular le hubiera engullido la cabeza, o que la hubiera escondido allí dentro por su propia voluntad a la manera de los avestruces, para pasar desapercibido y escabullirse de algún peligro. En realidad se trataba de todo lo contrario: si el mecánico perdía la cabeza dentro del agujero era por pura osadía, para enfrentar su suerte y voltear una partida de cartas adversa, y ponerla a su favor.

Alrededor de la arqueta había dispuesto todo un arsenal de herramientas metálicas de todos los calibres, con la diligencia rigurosa de una tripulación de quirófano antes de una operación a vida o muerte. La imagen del conjunto de llaves inglesas y demás utensilios recordaba al puesto ambulante de un chamarilero, que anduviese exponiendo su mercancía sobre el suelo gris y adoquinado de la estación. Justo a un paso, tras los confines del andén, las vías se perdían por dos horizontes, el de ida y el de vuelta, metáfora del propio destino al que en ese momento el oficial de primera encaraba.

En lo que andaba metido aquel doctor en ciencias mecánicas y engranajes grasientos, era en reorganizar el tráfico ferroviario. O más bien, en desajustar la milimétrica y precisa maquinaria de relojería que regulaba el tránsito de trenes. En concreto, pretendía detener a uno solo de los convoyes. Le bastaba con paralizarlo, o cuanto menos enviarlo a una vía muerta, durante un solo día. Tan solo un día, o eso estimaba, le iba a hacer falta, para disuadir a una mujer que le tenía sorbido el seso, despojado de toda sensatez, con su olor a canela y clavo. El mecánico ajustador consideraba que no iba a necesitar más tiempo, para convencerla de que no subiese a ese odioso tren que estaba empeñada en tomar. Debía darse prisa, pues el susodicho tren no iba a tardar demasiado en aparecer. De hecho, ya esperaba la mujer en el vestíbulo de la estación, e impaciente y enfurruñada escrutaba el panel con los horarios, a ver si de una vez llegaba su tren.

Aún hundió más la cabeza en la oscura arqueta el oficial de primera, hasta algo más allá de su cuello. La cuestión ahora se centraba en desentrañar el enigma, el gran embrollo de cables que desafiaban su determinación de hombre enamorado. A estas alturas no se iba a dejar amedrentar por menos que nada, y menos aún con toda su experiencia de mecánico ajustador. A fin de cuentas, para frenar al tren que tanto lo perturbaba, bastaba con acertar con el cable adecuado, el que fuera capaz de poner un poco de confusión en las vías.

No se lo pensó dos veces, antes de mutilar con la cizalla el primero de los cables rojos que le vino a mano. Un tremendo chispazo le hizo dar un respingo tal, que casi se desmocha, del cogotazo que se pegó con uno de los angulosos bordes del agujero. Ofuscado, comprobó que acababa de dejar a oscuras media estación. Se preguntó si su destino era tan inexorable, como para que insistiera en desafiarle y buscarle las vueltas con juegos de enredo, entre la maraña de cables de una insulsa arqueta de registro. Regaló un resoplo pleno de tedio al aire tristísimo de la estación ferroviaria y, con absoluta parsimonia, se dispuso a cortar otro cable. Estaba dispuesto a sajarlos todos, los que hicieran falta, para truncar los planes de una mujer no menos testaruda que él...

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