La cheslón

Anciano oriental sentado, por Tina Manley
Foto por Tina Manley
Hay gente para todo y por todas partes. Vaya, que se le quitan a una las ganas de ir a ningún lado. El otro día, mismamente, sin ir más lejos. Ponen en la tele lo de las rebajas; que la verdad sea dicha, ahora que viene la cuesta de enero, no está nada mal si te ahorras algún eurillo por donde sea. Pues lo que decía: «Sofá cheslón a precio de taburete», qué eslogan más convincente. Y no es que me hiciera falta el susodicho sofá, pero es que una llega cansada del trabajo, sin ganas de nada, y le apetece no pensar y sólo piensa en despanzurrarse sobre el tresillo en toda la dimensión larga de una misma. Que el que tengo le tengo aprecio, pero entre lo apolillado que empieza a estar, y lo gorda que me estoy poniendo, pues eso: que allá que me fui para trincar mi nuevo sillón.

Llego al centro comercial. Aquello está imposible de aparcar: un jueves, el jueves negro parece, de todo el gentío que hay para allá y para acá. La gente, cómo es, parece que no tuviera otra cosa que hacer después de comer, ni la digestión respetan ya. Ahora vas tú y buscas un aparcamiento donde dejar el coche, mi pelotilla, que es uno de esos que se pueden conducir sin el carnet de conducir, me refiero a que sólo te hace falta una licencia de ciclomotores que eso es pan comido sacárselo. A tomar por culo —con perdón— de la puerta de los grandes almacenes lo tengo que aparcar. Todavía no han abierto, porque cierran para comer; ya podrían aprender de los chinos, que esos lo único que se van a comer es el mundo, pero de lo trabajadores y dispuestos que son. Lo que venía contando: en la puerta del almacén, toda esa marabunta esperando a que abran, y yo, allí en medio, como rodeada por borregos. ¡Por Dios!, ¿es que la gente ya no se echa la siesta? A esperar... Mientras tanto, algún listo que se intenta colar, se arma la marimorena y lo que no está escrito. Por fin aparece el encargado de descerrar el cerrojo, y todo el mundo alborotado; parece la maratón de París cuando está a punto de tirar el pistoletazo el Obama ése que sale en los telediarios. Abren la puerta, ya era hora; delante de mí se cae una señora, la multitud no deja de empujar, parecen unos muertos de hambre, ¡qué poca educación y vergüenza!... Pero una no se va a quedar ahí mirando, ¡que espabile la del suelo o que se quede en su casa!; así que la gente le pasa por encima —qué brutos son, la mayoría—, algunos también se caen cuando tropiezan con la pobre mujer, vaya pelotón de personas desperdigadas por los suelos, si parece esto los sanfermines cuando entran los toros en la plaza. Menos mal que consigo encaramarme por encima de la montonera, porque estoy ágil y soy ligera de piernas, gracias a Dios, que aunque esté yo rellenita tengo las piernas delgadas; será porque siempre tengo que correr para coger el autobús cuando voy al trabajo, que allí no me llevo mi pelotilla porque luego las envidiosas de las compañeras comentan que si esto o que si lo otro; ¡a ellas qué cojones les importa el vehículo motorizado que me haya comprado yo, o me deje de comprar!...

Diviso la cheslón al fondo del pasillo; también hay que ser un cafre para ponerla al final del todo; ¡coño, ponerlo lo primero, que no tenga una que dejarse los hígados atravesando pasillos y estantes y más estantes! Eso debe de ser lo que dicen en la tele de la tiranía de los mercados, creo yo, que todo lo ponen fácil de agarrar cuando es caro, y difícil cuando es una ganga de barato. Más bien debería ser lo contrario, vamos, digo yo, pero los directores generales de los grandes almacenes tienen la sesera en las posaderas, por no decir en el culo...

Me parece sentir por un oído que una señora le pregunta al marido por la cheslón; eso es que me ha visto las intenciones y le ha dado ganas de quitármela; la gente, por joder, lo que sea. Pero yo no soy de las que se dejan avasallar, así que disimuladamente vuelco un armario de dos puertas para que le quede atravesado a esos señores y así les pueda sacar cierta ventaja, que una es rápida atravesando los pasillos pero no es el Mujamé Alí ése, o como se llame, el que corre que se las pela.

Ahí está el sofá, el único que hay: justo el que quería, en el color que quería, tapizado como yo quería. Igualito igualito al que sacaban por televisión, si no es el mismo, que creo yo que sí; tiene el mismo precio, aunque parece más grande, qué hermoso es. Ya dicen las famosas que la tele engorda, aunque en el caso de la cheslón más bien sería lo contrario. Las famosas, que son unas famélicas y todo dicen que les engorda... Las medidas... no me da tiempo a medir el sofá, porque veo que andan merodeando cerca algunas personas con intenciones más que dudosas, y no es cuestión de descuidarse, no vaya algún listo a dejarme sin la tajada que he venido a buscar. En fin, que me digo: «Yo me lo llevo, y si luego no me encaja en la casa, lo devuelvo y santas pascuas». Entonces me doy cuenta de que no he cogido un carrito de esos bajos con ruedecitas para llevarlo hasta el coche, y ahora cualquiera se pone a buscar uno, con el revuelo de gente que hay pululando por todos lados. Que si le pido a alguien que me vigile la cheslón, igual es él el que se la lleva y me deja a dos velas; no se puede una fiar de nada ni de nadie, por ejemplo, ni de mí misma. Que hace poco me pidió un señor en el hiper que le cuidase el perrito, que entraba a comprar y que salía en un momento, y no le iba a decir que no al hombre, el pobre era ciego, pero como se debió de entretener en lo que fuera y tardaba, ahí me iba a estar yo perdiendo el tiempo hasta que saliera el ciego de los cojones, con lo que tenía que hacer, así que al final, cuando vino el negro que casi siempre anda en la puerta pidiendo y haciendo favores, que habría salido a no sé a qué, lo mismo a cagar, le pedí que se encargase él del perro, y como me dijo que no, que le daba miedo, actitud que no entiendo en esa gente que vienen de vivir en la selva, si allí tienen hasta leones, pero igual el señor no era del África tropical, sino de París, como el Obama, que allí también hay muchos negros que los he visto yo por la tele, que queman coches cuando se aburren. Total: que até el perro a una farola y me fui para mi casa sin darle explicaciones al ciego ni a nadie; para qué andaré siempre haciendo favores a todo el mundo, si es que me dejo liar por nada...

Pues como iba diciendo: puesto que no podía dejar la cheslón al cuidado de nadie para ir a buscar el carrito, no me cupo más remedio que arrastrarla por los pasillos, tirar de ella como si fuera uno de esos perros jasquis que van con el trineo por los prados siberianos, digno de ver y de creer lo que pesaba el condenado tresillo. Cuando pasé por su lado, la del marido todavía estaba intentando deszafarse del armario de dos puertas —creo que le cayó el mueble encima al marido, por protegerla a ella—. Que digo yo que quién tuviera un marido así, qué suerte tienen algunas, con lo feas y ridículas que son; no como una, que tampoco es que sea yo un primor, pero ni tan fea; pero ya salí escaldada con el único jumento con el que tuve la desgracia de liarme una vez, el Tomás, menudo error, que lo metí en casa y todo, y luego resultó que era un parásito que no sabía ni hacerse un huevo frito, el inútil, y ya una no ha nacido para servir a nadie y menos a un mequetrefe, que no estamos en los tiempos de Mariantoñeta. Resumiendo: que los hombres le temen a una cuando les canta las cuarenta, por lo que creo que no me llevo más a uno al huerto ni que le invite a la cheslón. Pero mejor no andar tonteando con zánganos, que son unos vagos y luego los tienes ahí todo el día en casa quitándote el sofá para ver el fútbol con los amigotes; no, para eso me quedo tan ricamente yo sola, como estoy, y toda la cheslón enteritita para mí.

Cuando llegué a la cola para pagar andaba todo el mundo arremolinado cerca de unas señoritas que andaban con unas bandejas repartiendo canapés y otras cosas de picar. ¡Madre mía, parecía que la gente no hubiera comido en toda su vida, ni respetaban a las pobres muchachas! Me dio rabia no poder acercarme, porque si descuidaba la cheslón lo mismo algún espabilado aprovechaba para quitármela, que los hay muy vivos... Así que me tuve que conformar con mirar cómo se lo zampaban todo, hasta que me tocó el turno de pagar. Eso sí, tan a gustito, mientras tanto, sentada en mi cheslón.

Voy a pagar, le pregunto a la cajera que dónde le dejo la cheslón para que me la envíen a casa, y me replica que ellos no se encargan de realizar los portes. Indignada, siento tal cólera por dentro que le digo que entonces me la envuelva en papel de regalo. Me vuelve a contradecir, que sólo envuelven los artículos pequeños y de poca monta; no me lo puedo creer, entonces nos discriminan a los que compramos a lo grande. Le exijo que llame al encargado inmediatamente, se forma una cola que para qué te cuento, y algún idiota insultándome como si yo tuviera la culpa de lo ruines que son los de los almacenes. Viene el encargado, con un aire de mariposilla que quitaría el sentío a más de uno que yo me sé, y me replica, en los mismos términos que la cajera, que si no me quiero llevar la cheslón que no me la lleve, pero que por favor me decida. Otra vez la tiranía de los mercados, no hay nada que hacer; me tendré que llevar yo la cheslón encajada en mi pelotilla, no sé si me va a caber...

A la entrada del almacén, unos señores se me ofrecen para hacerme el porte hasta casa en sus furgonetas. Les pregunto, por preguntar, que cuánto me cobrarían. ¡Qué barbaridad, ni que fuera una la reina de Saba!, y eso que son piratas, que no pagan los impuestos ni declaran el IVA, que son mafias que vienen desde Rusia o por ahí a quitarnos el trabajo, que lo he visto yo por la tele. Le intento regatear a uno de los transportistas, menuda soy, y le pido que me haga un buen descuentillo; pero ni con esas, no hay trato, que si no, me va a costar el porte más que la cheslón.

La siguiente odisea es llegar hasta el coche, con lo que pesa el trasto que acabo de comprar. Otra vez a rastras, como puta por rastrojo, tirando de aquello en mitad del aparcamiento, por donde circulan los coches —por la vereda de los peatones el mueble no cabe—. Los de los coches me pitan, los hijoeputas, en vez de bajarse un momento alguno y echarme una mano, ni que fuera yo la mujer forzuda. «Aquí no la ayudan a una ni aunque fuera viuda y con siete hijos», estoy pensando, cuando va en ese preciso momento un señor, que parece muy amable aunque es como extranjero, por el acento, y me dice que si me lleva el sofá. Agradecida le indico dónde está el coche, y resulta que el cretino me quiere cobrar, y por anticipado. Si lo que yo digo, que los hombres ya no son como los de antiguamente, cuando la Mariantoñeta cortaba cabezas, que para eso ella gobernaba y tomaba venganza en nombre de todas las mujeres. Ahora andan todos medio depilados y no le hacen un favor a una si no es a cambio de dinero. ¡Menudos putos son, si es que se está perdiendo la hombría y la gallardía!... Le mando al rumano o de donde fuera a paseo, a su país, y encima va y me llama racista, como si ya una no tuviera derecho a la libertad de expresión, ¡mongolo!...

Por fin llego hasta el coche: ya a primera vista me doy cuenta de que la cheslón no va a caber en mi pelotilla, ni encaramándola encima, ¡anda que no tengo yo ojo de buen cubero! ¡Hala, otra vez el camino de vuelta para que me la descambien! El encargado mariquita, muy educadamente, me responde que no me devuelven el dinero. «Pero si la acabo de comprar, delante de sus narices» le digo, pero nada; siempre los mercados y los grandes almacenes poniendo las reglas a su favor. Me hacen un vale por el mismo dinero, y qué voy yo a encontrar a esas horas que merezca la pena, si todo el mundo ha arramplado ya con todo. Así que no me queda más remedio que coger un soldado chino de esos que son como de escayola por dentro, pero que por fuera parecen chapados de mejor material, y dan el pego de que son antiguos. Todo el ejército de soldados chinos, a tamaño real, colocaditos en fila india, como de mi estatura, parejitos de pie con sus lanzas, parece que me están mirando como niños huérfanos, «¡cógeme a mí, cógeme a mí!». Al final escojo al único soldado que está sentado, debe de ser el general, uno que me recuerda a una de esas figuritas que están cagando que ponen los catalanes dentro del belén, qué ordinarios. Como el general está en posición de sentado, calculo que me va a caber sin problemas en el pelotilla. Lo atrapo como los maridos recién casados llevan a cuestas a sus esposas hacia la cama, pero al revés, yo a él. Otra vez en la caja me ponen pegas para envolvérmelo en papel de regalo, porque dicen que excede el tamaño reglamentario; bueno, es igual, me lo llevo puesto. El rumano del aparcamiento se me queda mirando como si fuera a reírse de mí, «¿tú, qué estás mirando?», le digo. Por fin abro el pelotilla y lo meto en el asiento de al lado del conductor, cabe perfecto.

Por la autopista me para la Guardia Civil; vaya, tengo la negra. «Buenas, señora, buenas, señor guardia». Me pregunta que qué llevo ahí en el asiento,  y le respondo todo sarcástica: «¿Pues no lo ve usted mismo, señor agente? Al abuelo Fumanchú, que lo llevo al hospital para que le tomen la tensión». Parece que no le hace gracia al guardiacivil, «¿y no sabe que no se puede circular con este tipo de vehículos por la autopista?». ¡Qué voy a saber yo, si para conducir esto no hace falta el carnet! Y total, si es sólo un tramo de nada lo que tengo que recorrer por la autopista. Al final, el muy cretino me pone una multa y me dice que por favor le eche por encima el cinturón de seguridad al general.

Cuando llego por fin a casa tengo la desgracia de cruzarme con la vecina. Me suelta la gracia de si por fin me he echado un nuevo novio; mejor me callo, por no responderle que para buscarme un marido borracho como el suyo tiempo me sobra.

Desde entonces ahí lo tengo, metido todo el día en casa al Fumanchú, cómodamente sentado en el sofá mugroso igual que hacía el Tomás; me recuerda en todo a él porque no fríe ni el huevo, sólo que éste no me disputa el mando de la tele, y yo no pongo el fútbol para nada. Que por cierto, con lo trabajadores que son, no creo yo que los maridos chinos tengan tiempo de pasarse el día embobados mirando el fútbol...

Comentarios

  1. Jajaja. Pues si se da un cierto aire a Marimoñas, pero ya te digo que Marimoñas a la vecina le hubiera contestado con puro vitriolo.

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