Del ruido al silencio


(Gracias a Hirokazu Koreeda, por encaminarme al silencio en cada una de sus películas).

El metro alcanzó la estación entre un bramido de chispas y metal. Los pensamientos de Aldo se esfumaron en el momento en que un pasajero rezagado lo empujó dentro del vagón. El traqueteo monótono arrulló su mente adormilada, mientras observaba decenas de rostros anónimos que lo observaban a él. Sobre su cabeza se formó otra nube de pensamientos aún más difusos, que se evaporó de repente, cuando el tren llegó a la estación de destino. Las puertas del vagón se abrieron y le vomitaron de nuevo vez al andén, entre la misma multitud de rostros desconocidos...

Caminó un trecho por la calle alborotada. Igual que si fueran zombis hiperactivos y bulliciosos recién salidos de sus tumbas, individuos de todas las razas poblaban la noche naciente: reían, cantaban, gemían, gritaban... Se afanaban en atrapar unos instantes de vida, después de la fatigosa semana laboral.

A la entrada del garito, el hercúleo portero examinó a Aldo de arriba abajo, sin hacer ningún comentario sobre su desganado aspecto. Las puertas del local lo recibieron con los brazos abiertos, engulléndole hacia el interior con su mecanismo de vaivén. Los cuerpos de la gente temblaban, e incluso las paredes mismas, como membranas permeables al ritmo de la música. Los latidos del corazón de Aldo entraron en comunión con la cadencia brusca del ritmo que marcaban los bajos. Resbaló entre organismos sudados, abriéndose camino a través de la multitud alcoholizada. Los senos de una hembra lo hirieron dulcemente; la buscó con una mirada furtiva, pero no obtuvo recompensa. Después de batallar por abrirse hueco entre animales danzantes, alcanzó la isla por la que debían merodear sus amigos.

María hacía oscilar su cuerpo de mimbre, mimetizada entre el manglar humano de una pista de baile minúscula. De la garganta de Aldo asomó un saludo con formato de S.O.S. Aquel grito se ahogó nada más nacer. Cualquier sonido servía de alimento a la sinfonía desmesurada que, derramando en forma de onda sus tentáculos, se adueñaba de todo. Fuera como fuera, María recogió el mensaje de socorro. Mediante un gesto, que sólo Aldo captó, respondió con un escueto "recibido, corto y cambio".

Sobre un montón de ropa, en algún rincón, abandonó Aldo su abrigo. En las orillas de la ínsula, como cocodrilos hambrientos que portaran vasos de licor en sus garras, hombres y mujeres acechaban a sus presas. Algunos debían ser los amigos de Aldo, pero era imposible advertirlo, pues nadie se inmutó con su presencia. Aldo se acercó a la barra a por un poco de alcohol, pócima indispensable para entrar en comunión con toda aquella manada sedienta de carne humana. Pidió un cubalibre y regresó a la ínsula. Como jamás bailaba, se aferró al vaso igual que un náufrago a un madero, para salir airoso del zarandeo de olas. Apuró varias copas mientras se bebía los minutos...

Entre trago y trago, a salvo desde la orilla, oteó el caldo humeante de la pista de baile. Quedó hipnotizado por la danza sensual de una muchacha de caderas amplias y tetas punzantes. Sus muslos prometedores, que brotaban hacia abajo desde una falda muy mini, oscilaban dulcemente, como plumeros de carrizo mecidos por el viento de la música. El bamboleo suave contrastaba con la desmesura de la fiesta, y arrullaba Aldo con susurros tiernos. Su cerebro, dúctil como la cera, no ofrecía resistencia alguna ante el calor del deseo.

María seguía cimbreando su talle delgado, sin variar en lo más mínimo su monótono oscilar, indiferente a las danzas, casi obscenas, de un africano negro que orbitaba en torno a ella. El hombre, dueño de unas espaldas descomunales que parecían abarcarlo todo, no se inmutó ante el desinterés de ella. Cambió su trayectoria de satélite errante, y desplegó de nuevo su porte de pavo real, ahora en torno a la chica de muslos sugerentes. Un torrente súbito de testosterona brotó por cada poro de la piel oscura de aquel semental, que pareció insuflar aire caliente en el pecho de la muchacha. La cadencia suave de las piernas de ella se tornó en compás agitado, en perfecta armonía con el latir pélvico del macho colosal. Aldo se estremeció entonces, como si un cubito de hielo resbalase por su espalda. El macho hizo una señal que sólo la hembra percibió, y acudió tras él en busca de una aventura compartida. Juntos desaparecieron, entre el bosque de danzantes y cuerpos húmedos que conducía hacia la puerta. Aldo, que sintió una puñalada con sabor a traición, apuró el vaso medio lleno que tenía en la mano, y el líquido le supo tan áspero, como amarga era su pesadumbre.

Empezó a sentirse acorralado contra la pared, por una multitud creciente de criaturas acuosas que, igual que una masa viscosa, se esparcía por cualquier grieta del local. El ritmo desorbitado de la música le golpeó repetidamente la cabeza, una y otra vez, y otra más, y cada vez más. Sus amigos le ignoraban, María seguía oscilando, un tipo debió preguntarle algo, pero Aldo no pudo escucharle... El soniquete machacante zarandeaba su cabeza, zas, zas, zas, y una tensión contenida parecía a punto de estallar. Sin darse cuenta soltó el vaso vacío que, tras rebotar y hacerse añicos contra el suelo, se esfumó calladamente.  Le entraron unas ganas terribles de vomitar. Rescató su abrigo de entre el revoltijo de ropajes, y acercándose a María le gritó al oído un "ahora vengo" que no esperaba respuesta. Ya sin apenas energías, forcejeó en busca de cualquier agujero por dónde escapar, intentando no zozobrar entre una sopa espesa aderezada con tropezones humanos. Estaba al borde de un ataque de pánico y ansiedad cuando al fin pudo liberarse del ruido que le atrapaba...

En la calle, el aire fresco acarició sus mejillas y le recordó que aún seguía vivo. Algún viandante andaba pateando una lata de refresco, pero apenas percibió el sonido del metal endeble, amortiguado por los ecos de unos ritmos que aún rebotaban en su cerebro. Respiró profundo. Estaba un poco mareado, pero ya no sentía náuseas. No opuso resistencia alguna cuando, mecánicamente, sus pies le encaminaron de vuelta a casa. Pero se negó en rotundo a subir a un autobús nocturno atestado de gente; tampoco hubiera tomado el metro de haber permanecido abierto a aquellas horas. Decidió caminar, como un noctámbulo, en dirección a su barrio.

Sintió algo de lástima cuando una indigente le suplicó un cigarrillo, pues él no fumaba. Le regaló una sonrisa delicada, y entonces tuvo que acelerar la marcha para quitársela de encima. Vio que, recostado en una papelera, un chino bostezaba. Parecía tan cansado como aburrido, harto de vender, con poco éxito, bocadillos y otras formas breves de mal cenar. Aldo, que no tenía cuerpo ya para comer nada, se adentró sigiloso por un callejón oscuro y estrecho. No tuvo miedo, pero le desagradó el olor a orín que desprendían los regueros de pis. A su vez, le apeteció aliviarse, pero contuvo las ganas y continuó la marcha...

Subió una cuesta, descendió una calle. Detuvo sus pasos un momento, no tenía ninguna prisa. Desde el puente antiguo que cruza el río, se le antojó contemplar el perfil de la ciudad dormida. La notó como algo suya, reconociendo una respiración entrecortada, de pitidos de auto y ulular de sirenas de ambulancia, que le era familiar. En complicidad con la luna, acechó con envidia la silueta cercana de unos amantes quedos. Una farola parpadeaba un poco más allá, ofreciendo un juego inseguro de luces y sombras, que proporcionaba a los objetos límites imprecisos. Otra vez volvió a extasiarse con el contorno de la ciudad, ahora desdibujado en el reflejo del río. Respiró hondo. Exhaló el perfume algo recargado de los cerezos en flor, y quedó sorprendido por su propia fascinación ante un hecho tan certero como simple: el advenimiento de la primavera. Hasta entonces, nunca había presentido su llegada de una manera tan manifiesta...

Acarició, con las yemas de los dedos, la piedra de los sillares centenarios del puente. Era rugosa y fría, pero de tacto entretenido, como si cada poro escondiese una emoción distinta. La brisa caprichosa alborotó su cabello, después soliviantó un montón de papeles recostados en la calzada. Aldo pensó en proseguir su camino, pues la noche era fresca y húmeda, y aún le quedaba un buen trecho hasta llegar a casa. Pero el silencio se había apoderado de su ser, y no fue capaz de mover los pies del sitio. Se resguardó como pudo en el cuello del abrigo, y permaneció embelesado en el viaje sutil que le regalaban sus sentidos...

Comentarios

  1. Me transmite agobio vertiginoso y tranquilidad y paz final. Incluso en mi lectura iba accelerandome poco a poco y al final pude notar la frescura y tranquilidad de la nocheven silencio. Genial lo que transmite.

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  2. Uuuuf!!! cuánt@s de nosotr@s habremos vivido algún momento así...

    Yo sí, lo admito y a veces (sólo a veces) echo de menos esa quietud de regreso a casa tras una juerga, sobre todo en primavera.

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  3. Cuando veo las películas de Kore Eda me doy cuenta de que el ruido me roba el silencio. En este texto el ruido aparece como un arquetipo, pero se manifiesta en formas más disimuladas. Esa fue mi motivación para escribir el texto, pero siento, que el propio ruido, se apoderó de mí y no me dejó afinar bien en lo que quería expresar...

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